viernes, noviembre 16, 2018

Vol. 7 Ext. 1 - Posverdad y post-verdad

Revista RYPC, ISSN 0719-2320
Vols. publicados > Vol. 7 (Dic. 2018) > Extra 1 | Citación

Posverdad y post-verdad1

Antonio González Fernández
Fundación Xavier Zubiri, España.

Fake News by BrutalityRythm.
Fuente: DevianArt.com
Cuando se escucha el término “posverdad”, cabe preguntarse si no estamos simplemente ante una manera “políticamente correcta” de referirnos a la mentira, tal vez a la mentira utilizada en el ámbito político. Ahora bien, la alusión a los intereses políticos que están detrás de la posverdad tal vez nos pide, antes de desechar lo falso sin más, recordar el viejo término de “ideología”, tal vez caído en desuso, como tantos otros vocablos de prosapia marxista.

Ideología

Habría que indagar qué hay en la posverdad que la pueda diferenciar en algún modo de la clásica ideología. Recordemos que la ideología, en sí misma, no significaba necesariamente falsedad. Como decía Marx, “las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes”. Y, por supuesto, las clases dominantes no pensaban que sus ideas fueran falsas. Más bien todo lo contrario. Se trataba para ellas de las ideas verdaderas, que reflejaban correctamente el universo.

Sin embargo, esas ideas, con su pretensión de verdad, desempeñaban al mismo tiempo una función “ideológica”. Y esta función ideológica consistiría primeramente en legitimación. Las ideas dominantes, al ser las ideas de la clase dominante, eran ideología porque legitimaban un determinado orden social. Esta función legitimadora era esencial para el concepto de ideología. Por eso, la verdad de determinados contenidos de la ideología, o su media verdad, o su verdad distorsionada, o su falsedad, o la simple ocultación de otras verdades, no eran decisivas. Tanto verdades como falsedades podían cumplir perfectamente la función legitimadora, propia de las ideologías.

Cabe señalar otro elemento, también presente en el concepto de “ideología”, aunque no siempre explicitado. Las ideas dominantes eran de la clase dominante. Pero ¿dónde era dominante? ¿En qué dominaba? Obviamente, en el contexto del marxismo, la dominación era primeramente económica. Sin embargo, cuando se hablaba de economía, se añadía el adjetivo “política”. Es lo que hacían todos los clásicos: economía política. La razón era primeramente histórica. A diferencia de la oikonomía de los griegos, que trataba sobre la administración del antiguo oîkos, es decir, de la casa (casa-hacienda o casa-taller), la economía política trataría de la pólis. Y la pólis significaba, en la era moderna, en la era de la economía política, el estado nacional. Dicho en otros términos: las elites dominantes en la economía eran también quienes dominaban en el estado nacional.

De este modo, la vieja ideología tenía no solo pretensiones de verdad universal. Ella no solamente nos hablaba del estado del universo, de los derechos del ser humano, etc. En la ideología hablaban las clases dominantes de los estados nacionales surgidos en la modernidad. De hecho, el mismo estado nacional había tenido una función ideológica de primer orden, contribuyendo a diferenciar entre las metrópolis y las colonias, y luego entre las antiguas metrópolis y las antiguas colonias, presentando como si fueran “naciones” completamente distintas entre sí unas realidades de hecho íntimamente vinculadas por múltiples lazos y dependencias.

En realidad, la misma idea de “nación” tenía una fuerte componente ideológica. Las viejas identidades medievales habían sido sustituidas con una nueva identidad: la identidad nacional. Con el estado nacional, las viejas fidelidades a la tierra, a los gremios, a los señores, a los monjes, o a los reyes, eran sustituidas por la fidelidad a algo que se presentaba como tan profundamente natural, como tan ligado al propio nacimiento, que incluso podía ser llamado “nación” o “patria”.

La nueva identidad nacional no solo desplazaba a las viejas identidades, sino que también garantizaba la incorporación a la “economía política”, es decir, a la “economía nacional” de aquellos que habían perdido, con sus medios tradicionales de producción, su propia identidad. Ya no había campesinos, ni artesanos, ni siervos, ni nobles. Había simplemente empresarios y trabajadores o, en la vieja terminología, capitalistas y trabajadores. Todos ellos dotados, eso sí, de una misma “identidad nacional”, la identidad nacional que los unificaba, y que permitía garantizar una nueva fidelidad, que era en realidad la fidelidad al nuevo sistema económico.

De ahí que las “ideologías” fueran en gran medida administradas por estructuras “nacionales”. Primero fueron las iglesias nacionales, ya fueran iglesias protestantes estatales o iglesias católicas con un fuerte colorido nacional, unidas al destino patrio. Junto a ellas, los diccionarios y las literaturas de la nueva “lengua nacional”. Después vinieron las escuelas nacionales, los periódicos de ámbito nacional, las editoriales en la lengua nacional, los sistemas universitarios nacionales, los intelectuales nacionales, y, con el tiempo, también las radios y las televisiones nacionales. Todo ello aseguraba, en el ámbito estatal, el predominio de las ideas de las clases dominantes, la ideología.

Post-verdad

Al hablar de posverdad, muchas cosas parecen haber cambiado. La posverdad parece referirse a un mundo globalizado, al mundo de las pseudo-noticias (fake-news), al mundo de las redes sociales. En lugar de ideologías vinculadas al mito del estado nacional, la posverdad parece pertenecer a un mundo nuevo, en el que se habrían superado los límites nacionales gracias a la extensión masiva de la Internet.

Casi se podría pensar que, en la posverdad, el prefijo (post-) ha dejado de ser cronológico para referirse más bien a los posts, esto es, a los textos que continuamente se publican en las bitácoras virtuales (blogs) de la gran red. En lugar de un prefijo latino, tendríamos el post anglosajón: algo que se envía (to post) al mundo virtual. La posverdad sería verdaderamente “post-verdad”.

Al hablar de “enviar” o “postear” estamos aludiendo a dimensiones nuevas respecto a las viejas ideologías. La “post-verdad” es virtual y global. Pero no solo eso. La Internet promete algo más, que es justamente el acceso a ella de cualquiera, por más que este “cualquiera” no alcance de hecho más que a algo más de la mitad de la población mundial. De todos modos, la promesa consiste en que, gracias a la facilidad de su acceso, la Internet llegará a facilitar algo así como un diálogo global, en el que las ideologías estarían expuestas a una especie de crítica universal y transparente.

De hecho, en algún momento se pensó que el acceso abierto a la red conduciría a sociedades más abiertas, en las que sería posible criticar, desde cualquier parte del mundo, cualquier idea. De este modo, se esperaba una continua erosión de las manipulaciones, distorsiones y ocultaciones propias de las ideologías. Sin embargo, esto solamente ha sucedido de una forma parcial. En muchos casos, el mundo virtual parece conducir a nuevas formas de manipulación, ocultación y distorsión de las noticias. Sería precisamente lo que se quiere expresar con el término “posverdad” o, si se quiere, “post-verdad”.

Una de las claves para entender esto es sin duda la intencionalidad a la que alude la idea misma de un “enviar”, de un “postear”. El que las noticias se “envíen” nos habla de noticias que pueden ser radicalmente personalizadas. El acceso abierto a Internet no es solamente pérdida de la privacidad. Es también la posibilidad de seleccionar y dirigir a cada uno las noticias que quiere o puede recibir. La noticias se personalizan, con el objetivo de producir ciertos resultados en el pensamiento o en el comportamiento.

Y esto no se hace de manera ingenua o casera. Es algo que requiere las más sutiles técnicas de mercadeo, los mejores sistemas de penetración en el ámbito de intereses de los destinatarios, y las más precisas formas de prever el efecto de cada “post”, de cada noticia, de cada texto, de cada imagen, de cada vídeo. De nuevo estamos hablando de dominación, de grupos dominantes con los recursos para invadir y controlar el ámbito de lo que cada uno desea saber.

Si era ingenuo esperar la verdad como un resultado de la apertura del acceso a la Internet, también puede ser una ingenuidad pensar que el problema reside solamente en las malas intenciones de los grupos de poder, capaces de manipular masivamente la producción ideológica en el mundo virtual. El que la verdad sea una verdad “posteada” según requisitos personales muestra también la conversión de la verdad en “mi-verdad”, en una verdad adaptada a las circunstancias, anhelos, presupuestos y necesidades de quien la recibe.

En esta perspectiva, la llamada “posmodernidad” no hace otra cosa que radicalizar hasta el extremo la relativización de la verdad en función del individuo, que caracterizaba a la modernidad. En lugar de sujetos transcendentales, dotados de estructuras universales, nos encontramos con procesos abiertos de continua interpretación de lo ya interpretado. Pero esta interpretación ya no es la de los viejos exegetas haciendo hermenéutica de los textos sagrados, ni la de los filósofos resignados a la nada. La interpretación se virtualiza en las redes globales, y la posmodernidad deviene, en último término, verdadera “post-modernidad”, anclada en las bitácoras de la red.

En realidad, casi se podría pensar que la crítica marxista de las ideologías no fue más que un eslabón hacia esta “post-modernidad” virtual. Porque nada nos aseguraba que las ideas de las clases oprimidas tuvieran que ser más verdaderas que las de las clases dominantes, ni nada nos aseguraba, más que los dogmas de los partidos “revolucionarios”, que la dominación de los antiguos dominados sea una garantía de la “verdad objetiva” de las nuevas ideologías.

La diferencia, tal vez, estaba en el anhelo último de liberación que aún resonaba en la vieja crítica de las ideologías. Parecía haber una esperanza no solo en la obtención de la libertad, sino también en la obtención de la verdad. Se esperaba que la futura desaparición de la injusticia hiciera innecesarias las distorsiones ideológicas que la legitimaban.

En la actualidad, la “post-modernidad” y su “post-verdad” parecen proclamar el final de tal anhelo a la verdad. Más que una desaparición de la subjetividad, lo que desaparece es su estructura transcendental. En su insoportable levedad, el sujeto ya no es el organizador del mundo, sino más bien aquel que está sujeto, aquel que es dominado por las corrientes imparables del fluir virtual. No es que esté “sujeto-a” otro, como quisiera Levinas. Simplemente está sujeto a los poderes dominantes, capacitados para determinar lo que cada uno ha de pensar. El sujeto vuelve a cobrar entonces su acepción de “súbdito”, no ya de los señores del antiguo régimen, ni de los modernos estados, sino súbdito de la dominación global.

A ese súbdito hay algo que la nueva sociedad en red no le puede proporcionar en el grado en que lo hacían los viejos estados nacionales: su identidad. Todavía los viejos europeos podían decir quiénes eran, no en función de su religión, de su oficio, o de su aldea, sino en función de su “nacionalidad”. En el capitalismo globalizado, el dinero puede dar poder, pero no es capaz de dar identidad. En la red, la búsqueda desesperada de identidad, plasmada en un selfie, es altamente evanescente. No solo porque puede desaparecer en cualquier instante, sino porque parece depender más del arbitrio del que la “envía” que del reconocimiento de los demás. De otros miles de factores, mediados por la red, se espera ahora que produzcan identidad: de los deportes, del espectáculo, incluso de las mismas marcas de las grandes corporaciones que gobiernan el mundo.

De hecho, por primera vez en la historia, la sexualidad se ha puesto en función, no de la reproducción, no de la formación de vínculos estables, ni siquiera ya en función del simple placer. De la sexualidad se espera ahora que proporcione identidad. No roles tradicionales estables, sino identidad individual. La sed global de identidad espera que las “preferencias sexuales” puedan responder, antes que cualquier otro factor, a la pregunta por quién soy y cuál es mi lugar en el mundo. Sin embargo, en la medida en que la maleabilidad del sistema estimúlico humano permite la continua floración de nuevas “identidades sexuales”, estas quedan siempre afectadas por la misma evanescencia que acompaña a todo lo que acontece en la red.

La “post-verdad” afecta a todas estas búsquedas de identidad, y da lugar a nuevas formas de intolerancia, y a nuevos delitos de opinión. Sin embargo, hay una búsqueda de identidad que, por su carácter eminentemente político, está ligada a los fenómenos masivos de manipulación en la red: es lo que podemos llamar el “nacional-populismo”.

Nacional-populismo

Hace menos de un siglo, los fascismos sacudieron Europa, y terminaron hundiéndose en un inmenso baño de sangre. Como los viejos fascismos, el nacional-populismo surge en momentos de crisis económica, a la que responde exacerbando hasta el extremo el mito del estado nacional. Como los viejos fascismos, el nacional-populismo evita un cuestionamiento concreto de las características esenciales del sistema capitalista, uniendo a todos los grupos sociales bajo una misma bandera nacional y bajo un mismo himno patrio.

Igualmente, como los viejos fascismos, el nacional-populismo identifica un enemigo que es, a la vez, interno y externo, contra el que se puede definir propia identidad amenazada. El enemigo está cerca, para poder ser combatido. Pero no es de los nuestros, sino algo extraño, que se ha introducido entre nosotros, y de lo que nos podemos deshacer mediante un fácil golpe de fuerza. Como los viejos fascismos, la propia identidad se presenta, por un lado, como claramente superior a la de quienes la amenazan, al tiempo que, por otro lado, se presenta esa misma identidad como oprimida y victimizada al extremo por el enemigo mitificado.

De hecho, se podría decir que los viejos fascismos no fueron nunca, técnicamente hablando, ni nacional-socialistas, ni nacional-sindicalistas. Fueron siempre nacional-populistas. Hay, sin embargo, algunas diferencias del nacional-populismo con los fascismos de antaño. En la actualidad, la búsqueda de la identidad en el estado nacional se realiza paradójicamente mediante el recurso a las redes virtuales que, por definición, trascienden los límites de ese estado. Es como si, en las redes sociales, las identidades nacionales buscaran, mediante continuos selfies, una especie de reconocimiento universal.

Además, el nacional-populismo no tiene un contrincante significativo a la izquierda. A veces presenta tonos de izquierda o de derecha, según los distintos contextos “nacionales”. Pero ya no es anticomunista, como los viejos fascismos. Al igual que la izquierda, el nacional-populismo expresa una reacción de los más débiles a las desigualdades, injusticias, abusos y corrupción del régimen económico dominante. Pero no pretende el cuestionamiento de las estructuras básicas de ese régimen económico, como podría ser la propiedad privada de los medios de producción. Algo que, de nuevo, le emparenta con la situación en la que se ha venido a encontrar la antigua izquierda.

Desde el tiempo de Stalin, la izquierda había pensado que la clave para solucionar todos los males consistía en la toma del poder político en el estado nacional. En ese marco, la socialdemocracia renunció a la búsqueda de un sistema económico verdaderamente distinto y alternativo. Algo que, después de la caída del muro de Berlín, también hizo el resto de la izquierda. Ni la antigua izquierda ni el nacional-populismo pretenden otra cosa que reformas nacionales del sistema vigente. De ahí que la vieja izquierda, incluso cuando se proclama anti-capitalista, no pueda diferenciarse significativamente del nacional-populismo, y tienda con frecuencia a difuminarse con él, a subirse en su carro, o a ofrecer leves variantes.

Lo que se espera entonces es que el estado nacional, existente o deseado, lleve a cabo una especie de salvación del capitalismo, pero sin tocar sus estructuras básicas. De alguna manera se cree que serán los ídolos y mitos nacionales los que, por sí mismos, traerán la salvación, aportando una identidad estable, verdadera democracia ejercida por los nativos, justicia para los elegidos, y una gran prosperidad nacional. Estrictamente hablando, se trata de mesianismos políticos.

De hecho, algunos problemas que se analizan en términos “religiosos” son más bien variantes de este nacional-populismo. En realidad, solamente uno de los tres grandes monoteísmos vinculó originariamente su propio proyecto a la creación de un estado. Se trata del islam. El islam militante precisamente espera que la formación de un estado sea la salvación para todos los males del capitalismo avanzado. Por eso se requiere de un califato o, al menos, de un “comendador de los creyentes”. Del mismo modo, cuando el supuestamente plural hinduismo muestra la más feroz intolerancia, ello acontece bajo las banderas nacional-populistas, que anulan todos los discursos religiosos sobre la no-violencia.

Sin enemigos a la izquierda, el nacional-populismo solamente tiene un contrincante. Es el neoliberalismo de final del siglo pasado, convertido en defensor de las democracias formales, y de las instituciones y procesos legalmente establecidos. Un neoliberalismo que, en el fondo, es sin embargo un defensor de las estructuras multinacionales de un capitalismo que es irremediablemente global, y ante el cual las democracias tradicionales ya habían capitulado formalmente, integrándose legalmente en estructuras que superan a los viejos estados nacionales.

Frente al nacional-populismo, el neoliberalismo quiere apelar democráticamente a la legalidad de las instituciones, y tiene tras de sí los hechos brutos de la economía global. Y muchos de sus brutos capitales. Por eso, frente al neoliberalismo, el nacional-populismo requiere de un fuerte componente mítico. Requiere de la “post-verdad”. Pero de ahí también que el nacional-populismo no logre los grandes consensos que cosechaban las identidades nacionales del pasado. Ya no logra presentarse como algo “natural” y eterno. Son casi siempre “nacionalismos del cincuenta por ciento”, tanto en las Américas, como en Europa y en Asia, o en las primaveras árabes. Con su utilización política de las identidades, solamente pueden producir sociedades emocionalmente divididas y, en último término, violentamente divididas.

Sin embargo, las posiciones neoliberales, en su oposición al nacional-populismo, no pueden proporcionar identidades fuertes y estables. La apelación a las instituciones vigentes ya no se hace en función de las viejas identidades construidas por los estados nacionales, porque el verdadero credo capitalista es global. El neoliberalismo no puede defender unas instituciones en las que de hecho no cree. Los poderes que el neoliberalismo defiende transcienden los ámbitos institucionales de las antiguas democracias. De ahí su déficit ideológico y mítico.

¿Verdad radical?

La misma idea de una “post-verdad” puede mostrar un atisbo de luz al final del túnel. Tanto el neoliberalismo como el nacional-populismo son conscientes de su propia falsedad. Ni los unos creen en las instituciones democráticas de los viejos estados nacionales, que han de ser puestas al servicio de intereses “superiores”, ni los otros creen en la existencia “natural” de las identidades que tan agriamente defienden. La defensa de la identidad está al servicio de la supervivencia política de viejas o nuevas elites. La “post-verdad”, en medio de la vehemencia de sus diatribas virtuales, bien sabe que todo su discurso está amenazado por la carencia de verdad.

Una tarea secular de la filosofía ha sido responder a la escéptica pregunta de Pilato: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18:3). Toda tiranía se asienta sobre algún tipo de “post-verdad”, porque un primer y radical efecto de la injusticia es apresar y manipular la verdad (Ro 1:18). ¿Qué puede hacer la filosofía en este contexto? Ante todo, tomar distancia de los ídolos, como ya decía Francis Bacon. De los ídolos de la tribu, particularmente gratos al nacional-populismo. De los ídolos de la caverna, producto de sistemas educativos al servicio de distintos poderes. De los ídolos del foro, incluyendo los foros virtuales, tan caros a la “post-verdad”. De los ídolos del teatro, especialmente de los teatros de una superficial post-modernidad.

En realidad, todos los ídolos, como toda “ideo-logía”, tienen el eîdos, la estructura, de un lógos. Uno de los ídolos del teatro filosófico del siglo pasado fue pensar que el único ámbito de la verdad es el lenguaje. Pocos filósofos escaparon a este espejismo, por más que algunos de los más lúcidos apuntaran siempre más allá del lenguaje, hacia el acontecer de los juegos del lenguaje, que en definitiva no es otro que el acontecer de una praxis. ¿Se pueden resolver los misterios de la teoría en la praxis? Posiblemente esto pende de a qué llamemos praxis.

La praxis podría entenderse, no como cierto tipo de actos cuyo fin está en sí mismo, al modo aristotélico, ni en algún sentido prometeico, como los propios de la modernidad. La praxis es, radicalmente un conjunto de actos. ¿Pero qué son los actos? Los actos son el surgir, el aparecer de las cosas. Un acto de visión es el surgir de la cosa vista, un acto de imaginación es el surgir de la cosa imaginada, y un acto de pensamiento es el surgir de las cosas pensadas. “Cosas” en el sentido más amplio de la expresión. Y “actos” que integran la praxis, ya sea creativa o repetitiva, progresista o conservadora, contemplativa o transformadora. Una praxis que es “praxis viva”, de la que surgen todos los bienes, los deberes y los valores.

Los actos, así entendidos, tienen una verdad primera y radical. No es la verdad de lo que digo sobre ellos. No es la verdad de las cosas que en ellos surgen, antes de todo hablar sobre ellas. Es la verdad fáctica de su acontecer como praxis. No se trata de un mero “estar a salvo de la duda” en el sentido de que puedo dudar de todo, menos del dudar mismo como acto. Se trata también de que los actos constituyen la transparencia radical en la que se manifiestan todas las cosas. Como actos, tienen una inmediatez de la que carecen las cosas que en ellos transparecen. Precisamente por ello los actos, en cuanto surgir de las cosas, nunca surgen como cosas. Permanecen siempre, como actos, en su inmediatez transparente.

Contra lo que la filosofía clásica pensó, los actos no son un ego, ni se encuentran encerrados en un ego. De hecho, los actos tienen una especial característica: pueden ser compartidos. Hay cierto tipo de actos que no se pueden describir adecuadamente más que aludiendo a un “nosotros”. Cuando indicamos a alguien que sigue con su mirada la dirección de nuestro indicar, estamos compartiendo el acto de ver algo. De hecho, esto lo hacen los niños incluso antes de disponer de un lenguaje. Y es una característica exclusiva del ser humano.

De hecho, el ser humano no se diferencia de los otros primates superiores por el hecho de poseer un lenguaje. En un nivel estructuralmente anterior y más radical, el ser humano se caracteriza por poder actuar en modo “nosotros”. No simplemente realizar acciones colectivas, sino realizarlas como un “nosotros”, pudiendo ponerme en el lugar de los otros, o pudiendo considerar las actuaciones “a vista de pájaro”, atendiendo al modo como “se” hacen las cosas. De ahí que el lenguaje humano pueda llegar a ser una institución, la primera de todas. Y de ahí también que la bondad radical de nuestros actos no derive hacia un egoísmo del propio interés, o hacia una hermenéutica de los valores, sino hacia una ética formal de la justicia. Veamos esto más despacio.

Comunidad universal

Una de las terribles paradojas de la capacidad humana para actuar en modo “nosotros” es su combinación de potenciales éticos y tribales. El ser humano puede ponerse en el lugar de los demás, hasta el punto de hacer suyos los intereses ajenos. Al mismo tiempo, las mayores aberraciones de las que el ser humano es capaz se cometen usualmente en el nombre de un “nosotros”. En estos casos, el “nosotros” se sitúa frente a un “ellos”, que pasa a ser esencial en la definición de la propia identidad.

Los efectos excluyentes del “nosotros” que se agravan cuando ese “nosotros” se une a la violencia de una forma estructural. Es lo que sucede cuando el “nosotros” se identifica con una institución, como el estado, que pretende el monopolio de la violencia legítima en un determinado territorio. El “nosotros” se hace entonces esencialmente violento. De hecho, la mayor parte de la violencia que usualmente se adjudica a las “religiones” acontece cuando el “nosotros” de la comunidad religiosa se identifica con el proyecto un estado presente o futuro. Desde las cruzadas y la inquisición hasta el califato o la hindutva.

El problema, desde el punto de vista filosófico, es que en todos estos casos, la identidad se pone en un id, en una cosa, ignorando lo más radical de la humanidad, que consiste en el acontecer de unos actos que no son ni pueden ser cosas. El olvido de los actos es entonces el olvido de la más originaria fuente de un “nosotros”. El “nosotros” de los actos está potencialmente abierto a todo ser humano. En cambio, cuando el “nosotros” de los actos es sustituido por los símbolos que lo expresan, la identidad se circunscribe al grupo determinado que comparte esos símbolos. Las peculiaridades tribales, los rasgos físicos, el género, las banderas, determinan ahora quiénes somos nosotros. De este modo, el “nosotros” ya no está universalmente abierto, sino que se ha convertido precisamente en un “no-otros”.

Lo que en estos casos se pierde no son ciertas ideas o valores. Lo que verdaderamente se pierde es la transparencia originaria de nuestros actos, que es sustituida por los símbolos tribales, que ahora encarnan al grupo. Dicho en otros términos: lo que literalmente se pierde es la misma humanidad. Ahora entendemos la gravedad de los ídolos de los que nos hablaba Bacon. Los ídolos sustituyen lo más radical de la humanidad, que es el “personar” de los actos en nuestra carne, a cambio de algunas cosas mediante las que se define la identidad de un “nosotros”. Un “nosotros” que entonces queda circunscrito, “geo-localizado”, y así incapacitado para incluir a todos.

La verdadera alternativa, radicada en la verdad primera, anterior a toda identidad idolátrica, es la constitución de comunidades en las que el nosotros originario esté universalmente abierto a toda la humanidad. Comunidades que puedan incluir a seres humanos de toda raza, lengua, pueblo y nación (Ap 5:9). En estos casos, las identidades no se despegarán de la humanidad originaria, y la utilización de cualquier lógos, de cualquier símbolo, será siempre abierta y revisable respecto al proyecto de una humanidad reconciliada.

Un proyecto así no puede ser en modo alguno un proyecto estatal, ni nacional. Más bien será un proyecto humano, abierto a toda la humanidad. Un proyecto que no puede comenzar más que en la concreción de las verdades primeras, ya compartidas en comunidad. Una comunidad en la que surgen nuevas formas económicas, nuevos modos de poseer los medios de producción. Una comunidad que, por su apertura universal, realiza en lo concreto lo que pretende para la humanidad en su conjunto, en lugar de diferir la liberación para el futuro, o transformarla en una mera “liberación nacional”.

Esta realización, precisamente por tener lugar desde abajo, y desde ahora, tiene un carácter no-violento, en el que se anticipa en el presente lo deseado para el porvenir. Se trata, en otros términos, de “realizar la verdad” (Jn 3:21; 1 Jn 1:6), es decir, de practicar la esencia misma de la humanidad, en las formas limitadas y diversas que anuncian ya la reconciliación de la humanidad venidera.

El cristianismo se inscribe en esta pléyade de proyectos. Como monoteísmo, comparte la fe mosaica en un Dios que no puede convertirse en ídolo, por más que esta perversión se realice siempre que el cristianismo se alía con proyectos nacionales y estatales.

Ahora bien, el cristianismo es un proyecto de humanidad renovada, y como tal es un mesianismo no estatal que afirma la unidad de divinidad y mesiazgo humano en la figura de Jesús. En tal figura queda abolida la oposición entre el ser humano y lo divino, y entre los seres humanos entre sí. Y queda abolida de una forma radicalmente gratuita.

Precisamente de gracia se trata. Cuando el cristianismo radical afirma la pura gracia, está afirmando una verdad práctica que no pende de ninguna condición ética, tribal, religiosa, lingüística, ni de ningún otro mérito humano para conseguirla. De ahí precisamente su universalidad. Pero precisamente porque se trata de gracia, no es nada que pueda ser exigido de nadie, ni por tanto tampoco impuesto a nadie ni siquiera con el mejor de los argumentos. Es decir, la universalidad concreta está radicalmente abierta a la diversidad. Frente a la exaltación desesperada de la “post-verdad”, y sus vanos intentos de imposición, la modestia de lo verdaderamente radical aún puede esperar.

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  1. Original en: GONZÁLEZ, Antonio. Posverdad y post-verdad [en línea]. Perifèria. Cristianisme, postmodernitat, globalització 5: 212-224 (2018). <https://bit.ly/2zevjzu>. Esta es una reedición publicada en RYPC con permiso del autor y la revista Periféria. Revisión a cargo de Manuel D. Morales y Sergio Simino.

Citación (ISO 690:2010): GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, Antonio. Posverdad y post-verdad [en línea]. Razón y Pensamiento Cristiano, Vol. 7, Ext. 1, 2018. <http://www.revista-rypc.org/2018/11/vol7ext1.html> [consulta: ].