miércoles, septiembre 10, 2014

Vol. 3 Res. 2 - Arte moderno y la muerte de una cultura

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ROOKMAAKER, H. R. Arte moderno y la muerte de una cultura. Barcelona, Publicaciones Andamio, 2002.

Manuel Monroy Correa
Comunidad Teológica de México.

Existen libros clave en la historia de la interpretación del arte y la historia occidental, y éste es uno de ellos por considerar el tema a la luz de la fe cristiana. El autor, de forma ágil, introduce rápidamente al lector al papel del arte en la historia de la cultura al lado del cristianismo desde la Edad Media. Es de llamar la atención su análisis de la cultura posmoderna, propia de autores posteriores como Alain Finkielkraut o Baudrillard y, aunque él no lo mencione así propiamente, "posmodernidad", sí alude a sus aspectos más notables1 desde el lenguaje del arte gestado en los valores de la Ilustración. Su perspectiva sobre la historia de la cultura desde la expresión artística occidental, se coloca en sentido contrario a Jürgen Habermas quien considera a la Modernidad un proyecto inacabado. Rookmaaker, de tradición protestante, la piensa como un cadáver. La cultura occidental –la Modernidad– ha muerto y el arte, desde la Ilustración hasta el siglo XX, es su estandarte.

Esta proclamación –nueve años anterior a La Condition Postmoderne (1979) de Jean-François Lyotard– es también un diagnóstico: la exaltación humanística de los valores de la Ilustración en todos los campos, comenzando por la racionalidad que excluye a Dios de los móviles primarios y últimos del mundo, es su principal síntoma. A esto llama “la caja cerrada”, metáfora de la estrechez de una perspectiva sobre la vida y el ser humano conducida por reglas inflexibles generadas por el naturalismo y el cientifismo. Tal vez no sea casualidad que dedique pocos capítulos al arte medieval y al renacentista, en los que la temática de lo divino o lo bíblico y aún lo mitológico pertenecen al mundo de la representación.

El propósito del autor no es hacer una exhaustiva revisión por el arte de la historia europea; más bien, se trata de un paseo y una señalización sobre los aspectos artísticos, obras y autores que parecen ser cruciales del siglo XX. A lo largo del libro, Rookmaaker hace referencias a las ideologías más comunes que formaron parte de la filosofía y la ciencia europeas desde la Ilustración, como telón de fondo para la génesis de obras de arte específicas.

El autor lleva de la mano al lector en tres aspectos: la comprensión general de una obra de arte, su rol social y su correspondencia con el pensamiento científico y filosófico de cada época, volviéndose una expresión propia de ésta. Esta expresión, para Rookmaaker, tiene un elemento común a lo largo de la historia occidental: la angustia y el dolor que representa vivir una vida cuya ideología ha expulsado a Dios.

A decir del arte moderno,

Es auténtico y representaba la verdad, en el sentido de que es la expresión de una realidad en la que Dios está muerto y, por tanto, el hombre también está muriendo, perdiendo su humanidad, lo que le hace ser hombre, su personalidad e individualidad.
Llama la atención que en nuestra era haya habido muchos intentos de conseguir un arte impersonal, un arte que no muestre la individualidad particular del artista.
[...]
Así, en ese sentido, el arte moderno es auténtico. Pero, al mismo tiempo, es una mentira. Su retrato de la realidad y del hombre no es verídico. El hombre no es absurdo. La realidad es bella y buena no sólo en el nivel «espiritual», sino desde el mismo principio, cuando Dios dijo que era buena. Podemos apreciar los esfuerzos, y también admirar la grandeza, de hombres que han tratado de encontrar lo universal, lo general «detrás» de las apariencias; pero, al mismo tiempo, su búsqueda estaba destinada al fracaso, porque todos los universales se derrumban tan pronto cuando el Creador, quien creó al hombre a su imagen, es negado o relegado. Estaba destinada al fracaso porque los hombres partían sólo de sus sentidos y de sus propias mentes, sin aceptar realidad alguna detrás. (Rookmaaker, p. 173)

En este sentido, Rookmaaker logra ver que matar a Dios en el discurso epistemológico de Occidente reflejado en el camino histórico del arte moderno, es un proyecto de autoaniquilación (algo que más tarde Michel Foucault y Gianni Vattimo, conciben y advierten y que, teólogos contemporáneos como Juan Ruiz de la Peña y otros recalcan). Como ejemplo claro de esta manifestación –cuyos antecedentes se encuentran en el Impresionismo– está el cubismo y, en general, las vanguardias. El crítico inglés apunta que lo humano dio lugar a lo mecánico y a una abstracción que termina por desaparecer lo primero.

La ruptura de los modelos tradicionales crea uno nuevo que proclama y, para Rookmaaker, grita desesperadamente el absurdo al cual ha llegado la civilización occidental frente al asesinato metafísico de Dios. Desde una mirada teológica, la desaparición del hombre y la exaltación de la máquina (como el caso de los futuristas) o el sinsentido (como el caso de dadá), representan la desaparición de la dignidad humana, testimonio bíblico de los principios de la creación del hombre: la imagen y semejanza de Dios. El lenguaje del arte moderno está teñido de esta idea: “«El hombre ha muerto» es un tema común en gran parte del arte moderno. El hombre ha muerto. No es nada sino una máquina, una máquina muy compleja, una máquina absurda” (p. 163).

Respecto de una pintura de Duchamp como El rey y la reina rodeados de desnudos en movimiento, El autor inglés comenta: “Una cosa es más que cierta: no hay rey, no hay reina, no hay desnudos. Son destruidos anárquicamente con una especie de humor negro. Y no sólo se destruye la realeza del rey y de la reina; su humanidad ha muerto y también ha desaparecido” (p. 163).

De ahí, Rookmaaker pasa a hablar de los movimientos juveniles que surgieron en la década de 1960 y de sus expresiones artísticas, como aquellas que retoman elementos del art-noveau y que promulgan ideas de libertad. El análisis de estas tendencias coinciden con los que anteriormente había hecho sobre los movimientos artísticos de vanguardia que eran, en cierta medida, una crítica a la actitud burguesa decimonónica y que, en la segunda mitad del siglo veinte, permanece. Una actitud hipócrita y no comprometida con los problemas sociales o ideológicos patente en el victoriano arte de salón.

Rookmaaker considera valiosos estos movimientos en la medida que intentan emanciparse de la estrecha “caja cerrada” que la muerte de Dios en el mundo occidental ha dado lugar. Sin embargo, señala que ese camino revolucionario continúa siendo constreñido, en cuanto no apunta sino hacia los mismos valores fundados en la Ilustración, es decir, que niegan la realidad metafísica de un Dios creador que interviene en la historia humana y que, de acuerdo al autor, es capaz de dar respuesta a las interrogantes cruciales del ser humano.

Así, hace una crítica al cristianismo al lado de estos acontecimientos históricos y artísticos en los que considera que el mundo ha sucumbido ideológicamente:

Podemos estudiar la situación presente, señalar el hecho de que nuestra cultura se esté derrumbando a pesar de sus avances técnicos y su gran conocimiento en muchos campos...; pero nunca debemos pensar que son sólo «ellos» los que odian a Dios. Debemos darnos cuenta de que nosotros, los cristianos, también somos responsables. Gran parte de la protesta de la generación actual es justificable. Pero, ¿por qué los cristianos no han protestado hace tiempo? ¿Por qué no tenemos hambre y sed de justicia y ayudamos a los oprimidos y a los pobres? Observar el arte moderno es observar el fruto del espíritu vanguardista; son ellos quienes van delante construyendo una idea del mundo sin Dios, sin normas. Pero, ¿es esto así porque los cristianos desde hace tiempo abandonaron el campo dejándoselo al mundo y, en una especie de retiro místico de éste, condenaron el arte como algo mundano, casi pecaminoso? En efecto, en ningún lugar la cultura carece más de la sal que precisamente en el campo de las artes, y eso en un tiempo en que las artes (en el sentido más amplio) están consiguiendo una mayor influencia que nunca a través de los medios de comunicación. (pg. 276)

Las artes –sobre todo las artes de vanguardia–, para Rookmaaker, han influido la cultura popular y es hoy inevitable la imagen exaltada y derruida de un ser humano sin Dios; un movimiento que ganó la batalla al cristianismo.

Rookmaaker dedica su último capítulo al cristianismo en el arte. En él se pregunta sobre la posibilidad de un arte cristiano y de sus consideraciones como lenguaje artístico; del artista cristiano y de su papel social.

Sostiene que la función primaria del arte no es dar validez al cristianismo, sino, sencillamente, ser arte como parte fundamental de la vida –en contraste a la “muerte” del hombre y de Dios–. Así, pues, un artista cristiano mostraría su relación con lo divino y estaría integrado en los sucesos sociales brindando una expresión particular sustentada en este sentido vital, sin que el arte llegue a tener un papel utilitario para el cristianismo. La relación entre arte y cristianismo “tiene que ver con la renovación de la vida. Por tanto, también trata de la renovación del arte” (pg. 286).

El pensamiento de H. R. Rookmaaker tiene algo valioso que decir a más de cuarenta años de su primera publicación. A día de hoy, el cristianismo como forma de vida y la expresión artística, no están unidos como correspondientes de forma necesaria, sino que, después de que en la Modernidad han quedado separadas, el arte cristiano o, mejor dicho, el arte producido por creyentes, no tiene una función forzosamente inspirada en los dogmas o doctrinas. En otras palabras, el arte denominado como cristiano no determina el valor del arte, sino que, como Rookmaaker apunta, el arte tiene un valor en sí mismo.

Ciertamente esta perspectiva tiene su correspondencia con la manera en que el arte en Occidente ha sido considerado: una expresión de valor intrínseco sin auxiliares que le otorguen un sentido. Rookmaaker habla de la libertad del artista cristiano en su capacidad expresiva que está en consonancia con la libertad en la fe en Jesús como Mesías redentor, tal como el autor la entiende extrayéndola del pensamiento paulino (Gálatas).

Por tanto, a una libertad de orden espiritual le concierne otra de orden expresivo. Sin duda, Rookmaaker no tiene la intención de construir una teoría del arte cristiano –que, de alguna manera, se convertiría en una teoría general del arte post-moderno desde la fe–, pero sí otorga algunas indicaciones que, en su “renovación”, brindan al arte una función expresiva en concordancia con los sentimientos y principios espirituales del cristianismo:

El arte cristiano no es un arte que utiliza temáticas bíblicas o cristianas [...] el arte cristiano no lo define el asunto temático, sino su espíritu, la sabiduría que refleja en cuanto a la interpretación de la realidad [...] Es un arte que se enmarca en las estructuras artísticas dadas por Dios, que tiene una idea de la realidad llena de amor y libertad, buena y verdadera. En un sentido, no hay arte específicamente cristiano. (pg. 285)

Rookmaaker no explica a qué se refiere con “las estructuras artísticas dadas por Dios”. Su apreciación sobre el lugar que Dios ocupa en el sentido del arte, en ocasiones, queda sin definir y a veces se limita a una opinión: “el arte tiene un sentido como arte porque Dios pensó que era bueno proporcionarle arte y belleza a la humanidad” (pg. 287). Aun así, una teología del arte asoma sólo como reseña de la historia del mismo y con mayor atención a un período crítico de la historia de la Modernidad europea.

Entre arte y cristianismo está la comunidad, el artista y el público. Rookmaaker lamenta que muchos artistas sean frenados por no recibir el apoyo debido de sus comunidades o por prejuicios que, en general, suelen tenerse en círculos cristianos respecto del arte. Para él, el artista como cristiano tiene un papel de brindar al público el sentido que la vida puede tener por medio de la fe en Jesús, el Mesías, como una respuesta no sólo alternativa sino fundamental en tiempos donde el hambre y la sed de justicia han de abrir sus ojos hacia la misericordia de Dios.

El libro cierra con una reinterpretación del Salmo 136, de manera homilética como lo sería un tárgum; se trata de una poética del espíritu del arte desde la fe y es un llamado a los artistas a edificar su arte en la esperanza y la manifestación de la misericordia divina a pesar de los tiempos del absurdo, de acuerdo al estribillo “porque para siempre es su misericordia”.

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  1. Relatividad en el sentido de verdad o predominancia del pensamiento débil –Vattimo–, decaimiento de los grandes discursos o metarrelatos –Lyotard–.