jueves, abril 17, 2014

El carácter histórico de la resurrección de Jesús: Una lectura a partir del evangelio de Marcos

"The Morning of the Resurrection", de Edward
Burne-Jones. Fuente: Wikipedia.com.
José Luis Avendaño

No se le podría reprochar ni de error ni de extrema sagacidad a Bultmann el haber afirmado en su momento que el historiador en su utilización del método científico, en tanto instrumento de descripción de la historia, sólo puede dar cuenta en relación con los relatos evangélicos tocante a la resurrección, de la existencia de un grupo de hombres y mujeres quienes creyeron y proclamaron tal suceso y no de la veracidad histórica de ésta. ¿Significa tal contundente conclusión que debemos quedar estacionados una vez más en otro ineludible callejón sin salida, tal como acaeció con la antigua teología liberal y su búsqueda del Jesús histórico, y volver en consecuencia a la antigua disquisición aquella entre fe e historia, entre verdad objetiva y verdad de sentido, y concluir a modo de única solución y explicación posibles que Jesús resucitó en el kerygma y, por tanto, es así como su causa aún sigue y continúa? En primer lugar, y antes de atender a aquello, se debe reconocer que allí donde el historiador en virtud de su aproximación histórico-científica sólo puede atestiguar la existencia de un judío del primer siglo llamado Jesús, tan sólo la fe que nace del don de Dios y que se encuentra a sí misma con la persona y el comportamiento de aquel judío, puede ver y experimentar en ese hombre al Hijo de Dios resurgido desde la muerte. En segundo lugar, se debe aceptar que allí donde el primero puede, a su vez, corroborar únicamente la muerte de ese judío, Jesús, en la horrible cruz y la creencia luego en su resurrección por parte de sus seguidores, nuevamente, esa misma fe que nace únicamente de la insondable gracia de Dios, puede ver luego de esa crucifixión al Jesús, Hijo de Dios, levantado de la muerte por obra y poder de ese mismo Dios. En tal sentido, el conocimiento de Jesús como el Hijo de Dios y como el resucitado de la muerte por obra de Dios, es un conocimiento que no viene ni puede venir desde fuera, esto es, dependiente o no, en última instancia, del veredicto favorable del historiador y sus instrumentos de medición histórica, sino desde la propia fe que se encuentra y reencuentra con el mensaje, la persona y con todo el comportamiento de Jesús, el judío. Y, sin embargo, aquí nos vemos enfrentados, si es que no queremos escabullir todas las consecuencias que de tal posición emanan, a la ineludible interrogante: ¿Ha sido la fe de los discípulos y de la primera comunidad cristiana luego de tan evidente dispersión, encendida por el acontecimiento de la resurrección o, muy por el contrario, ha sido esta fe y su anhelo incontenible por autolegitimarse a sí misma la que ha dado a luz la resurrección?

De contestar afirmativamente a la segunda proposición de esta pregunta habría que suponer que el legado espiritual, anímico, en fin, el proyecto programático de Jesús o, simplemente su “causa”, comprometió de un modo tan radical y profundo la convicción de sus discípulos, que al hablar de resurrección estaríamos ni más ni menos hablando de la prolongación de sus más altos proyectos e ideales concretizados en la continuidad de la comunidad y explicitados luego con la fórmula y el concepto: “Jesús resucitó”, como su natural representación, intercambiable incluso por la idea aquella del seguimiento. No obstante, habida cuenta de la real comprensión de los discípulos en cuanto al proyecto programático de Jesús y, particularmente, de lo ocurrido entre Viernes Santo y Domingo de Resurrección como total derrumbamiento y dispersión de su fe y de la causa abrazada, tal conclusión me parece históricamente inabordable, cuanto más resulta claramente insostenible desde la lectura lisa y llana de los evangelios, según se van sucediendo uno a uno los acontecimientos del camino que lleva desde Galilea hasta Jerusalén. En segundo lugar y anexo a lo anterior, tal certidumbre que proviene del interior de la propia fe no puede resultar tampoco en un abandono indolente de la dimensión histórica. En efecto, ni la más extremada construcción positivista que todavía hoy pudiera persistir en aquel afán de descripción científico de la historia, procuraría hacer del escenario histórico un dato medible, cuantificable, a toda prueba verificable tan sólo a partir de los datos así llamados controlables, de modo tal de endosarle un rótulo de veracidad tan sólo aquello que en la rigurosidad de aquel método científico pueda aparecer como comprobable y documentable, toda vez que resulta a todas luces un axioma advertir ya que tal método de investigación empírica jamás podría ni ha podido dar cuenta de todo lo existente y del conjunto de todo aquello que llamamos realidad. Y, todo aquello, sin contar por lo demás que aquella misma documentación sometida a su rigurosidad científica puede verse afectada eventualmente por posibles alteraciones y modificaciones, exageraciones y omisiones según los intereses que en ella se manifiesten. Y, sin embargo, es precisamente en atención a ese ulterior impacto como movimiento de transformación de una realidad histórica concreta1, lo que debe hacer volver al historiador una vez más a una consideración más profunda y reposada de su causa o sus causas primera: El acontecimiento de la resurrección de Jesús de entre los muertos y sus respectivas apariciones. De suerte que en este volverse a esa realidad primera no pueda quedar tampoco fuera del oficio del historiador, al punto de que uno se haría incomprensible sin lo otro, el interés por comprender o, al menos no derivar como un dato irrelevante, aquella pletórica carga de sentido que impregna completamente a la sazón a los otrora confundidos y abatidos discípulos. Un horizonte de sentido que a la sazón y de un modo radical a partir de aquella experiencia llamada resurrección les sobrecoge, determinando, en consecuencia, toda su existencia histórica, a saber: El encuentro con el Crucificado, a quien ellos experimentan desde ahora como el Resucitado.

Es, por tanto, aquella incontenible fuerza de esperanza y contenido que, a partir de allí, el resurgimiento de Jesús desde los muertos, ha desbordado infinitamente ya los límites predecibles y controlables de la causalidad histórica, de modo de transformarse en una historia que aunque una vez y para siempre acontecida en el tiempo sigue empero siempre viva y completamente abierta, la que desafía ahora al ser humano desde su propia finitud histórica a comenzar a experimentar desde ya los albores del nuevo y verdadero sentido de la historia y comenzar a gustar así, a modo de promesa y esperanza fundante pero aún en vías de su plena realidad consumante2, de la vida nueva, de la creación nueva. Engarzando directamente con el mensaje de Jesús: Lo invita a experimentar el cumplimiento anticipado del reino3, como quien aun sabiendo se halla inserto en este mundo y participa de la historia de este mundo y, aun más, se debe a esta historia y a este mundo, conoce ya que ambos no poseen carácter absoluto y definitivo, sino que, muy por el contrario, tan sólo acusan ser la historia de un mundo cargado de injusticia y de violencia, de odio y de orgullo, la historia de un mundo cruel e irredento cuyo estigma ha quedado brutalmente grabado allí en la cruz de Jesús, revelando, así, la resurrección, que tanto a la historia como al mundo a la luz de su promesa se les ha impuesto ya un límite y un destino definitivo4. Por ello, nos parece que W. Marxsen cuando se hace cargo de la observación de R. Bultmann respecto de la resurrección de Jesús en relación a la no competencia del historiador, al parafrasear como respuesta más válida de éste último aquello de: “No lo sé; esto no me es ya posible averiguarlo”5, no da tampoco, a nuestro juicio, signos que nos permita vislumbrar una valorización más concreta de esa causa o de esa realidad primera. Es mejor aquí seguir a W. Pannenberg6, al menos en lo tocante a que el historiador aún tiene mucho que decir respecto de esa situación primera, aun cuando la resurrección como tal constituya un acontecimiento que carezca de todo paralelo y analogía con la historia humana:

Sin duda, la vida del Jesús resucitado, que ya no está limitada por la muerte, no puede considerarse en cuanto tal como algo pasado, pero sí que el acontecimiento de su resurrección es un hecho que ha de haber tenido lugar alguna vez y en un tiempo determinado. De ahí que deba plantearse también el problema de la historicidad de este acontecimiento7.

Pero el problema de la historicidad de la resurrección de Jesús no puede ser integrado sin más al movimiento lineal de analogías correlativas de los procesos de la historia. No adquiere su carácter de historicidad a partir de los datos de un criterio de homogeneidad con los fenómenos de este mundo. En consecuencia, si con la problemática de la historicidad de la resurrección de Jesús nos hacemos sólo cargo de una comprensión científico-analógica de la historia, basada en el método correlativo planteado ya por Ernst Troeltsch8 y de allí internalizado en el concepto moderno de historia, aunque en la actualidad seriamente cuestionado, no sólo concluiremos que a ésta, la resurrección, por cuanto carente de analogías con las leyes correlativas de este mundo, le resulta adiáfora tal preocupación histórica, sino que también, en el caso de recuperar su interés como “problema”, la ecuación más lógica ha de ser someterla una y otra vez, a las mismas categorizaciones y analogías de lo ya ocurrido. De este modo se desconocería el carácter único, particular y definitivo de esta historia, cuya real analogía se proyecta a lo porvenir y desde allí coloca en entredicho y en reorientación nuestra propia historia y mundo humanos. Citamos a continuación las iluminadoras palabras de Jürgen Moltmann precisamente en su refutación a la comprensión de la analogía histórica de Troeltsch y ésta en relación con la resurrección de Jesús:

La resurrección de Cristo carece de todo paralelo en la historia conocida por nosotros. Mas precisamente por ello puede ser vista como un “acontecimiento que funda historia”, a partir del cual toda la historia restante queda iluminada, puesta en cuestión y modificada. El modo de predicar y de recordar en esperanza ese acontecimiento debe ser visto entonces como un todo de recuerdo científico dominado íntegramente, en cuanto a su contenido y en cuanto a su proceso, por ese acontecimiento. De este recordar en esperanza el citado acontecimiento no se derivan entonces leyes generales del acontecer del mundo; con el recuerdo de ese acontecimiento único y singular ser recuerda la esperanza en el futuro del acontecer total del mundo La resurrección de Cristo no se presenta ya entonces como analogía con lo experimentable siempre y también en otros sitios, sino como analogía con aquello que sobrevendrá a todo. La expectación de lo que vendrá en virtud de la resurrección de Cristo convierte necesariamente toda realidad experimentable y toda experiencia real en una experiencia provisional y en una realidad que no contiene todavía en sí aquello que le está esperando9.

Ahora bien, que para Marcos y con él para los demás evangelios (Lc 24, 3; Jn 20, 6ss), el episodio del sepulcro vacío reporta un carácter de denodado interés, es asunto que no se puede negar ni desconocer. Es cierto que debemos conferirle a éste una función eminentemente indicativa y no imperativa como apología de la resurrección. Pero, con todo, resulta en un signo indicador en modo alguno desdeñable, que nos señala como elemento histórico innegable la inconsistencia de una proclamación de la resurrección en Jerusalén por parte de los seguidores de Jesús si el cadáver del Maestro hubiese quedado inerte en aquella tumba a la luz y al conocimiento constante y público de todos sus habitantes. Entonces, de ser este el caso, ahora sí que el sepulcro dejaría ya de convertirse en un indicativo para transformarse en un imperativo, pero el imperativo que declara más bien el mentís de la pretensión del galileo y de la fe cristiana toda10. No ha sido, entonces, la experiencia del sepulcro vacío, sino la confirmación de la palabra del Jesús Crucificado y ahora Resucitado en el mandato del joven sentado al lado diestro del sepulcro, la que ha hecho que este desastroso final encarnado en el vacío y sinsentido de la propia muerte de Jesús, se transforme ahora en el verdadero comienzo y sentido de la vida. Éste es según Marcos el aval y fundamento sobre el cual se sostiene la experiencia y la fe en la resurrección de Jesús entre los muertos y no las “leyendas del sepulcro vacío” como apología de la resurrección, según la comprensión de Bultmann11. Lo cual, en rigor, no significa, empero, y en esto a Bultmann12 le asistía plena razón, que ya en atención a la significativa transformación que los restantes evangelios han sometido a esta sección de Marcos, no podamos advertir la reelaboración con matices legendarios de parte de cada uno de ellos de este antiguo relato del segundo evangelio acerca del sepulcro vacío. Empero, aquello, sería demasiado reduccionista argumentar que el leitmotiv de estas reelaboraciones sólo podría ser explicado como argumento extraordinario en favor de la legitimidad del suceso de la resurrección. Debe, más bien, traer esto a consideración, una vez más, que la continuidad en la discontinuidad da cuenta aquí, en última instancia, del Sitz im Leben de las necesidades y funciones comunitarias presentes en cada evangelista y en su redacción final, frente a lo cual la fuerza centrípeta que concentra y congrega los diversos aditamentos periféricos de la tradición, aunque no menos importantes para la comprensión de cada evangelista y su labor, no es el sepulcro vacío, sino la continuidad entre el Crucificado y el Resucitado y el encuentro experiencial y real con éste que llama a la vida desde la no-vida, al sentido desde el sin-sentido. Por esta razón, la tumba de Jesús no puede asumir en los evangelios canónicos aquella misma connotación sagrada que el propio judaísmo le atribuía a los sepulcros de los profetas y mártires13, no puede ser objeto de veneración ni de posterior procesión, sólo es indicativo de que el imperativo de Dios sigue en pie, sigue abierto, sigue siendo evangelio que se vive y experimenta en el camino del seguimiento. Por eso, lo que aquí se confiesa en relato evangélico, no es sólo la historia del Mesías Crucificado, sino, también, Resucitado. En orden a lo anterior, la afirmación del erudito judío Joseph Klausner:

Un “Mesías crucificado”, “un maldito de Dios que fue colgado”, constituía una idea tan repelente para los judíos que nunca habrían imaginado la posibilidad de que existiera alguien capaz de venerar su tumba14.

Debe ser tomada suficientemente en serio, toda vez que el recuerdo de un Mesías colgado, expuesto a la pública vergüenza y escarnio y, además de todo esto, abandonado por su propio Dios, no sólo descarta toda idea de venerar su última parada y destino15, sino que, además, en virtud de esa tal condición, de confirmar y recrear la fe en aquellos que por su mismo abandono y derrota fueron derrotados y confundidos, a menos que por acción de su mismo Dios se presente ante ellos como el Cristo viviente y siempre presente, esto es, como el Crucificado-Resucitado. Es, por consiguiente, la resurrección de Jesús un acontecimiento que sin quedar completamente sublimado en una verdad de sentido que haga intrascendente o convierta en un mero accidente o anécdota aquella verdad objetiva, la vuelve historia escatológica de modo tal que a luz de dicha irrupción escatológica como novedad y primicias de vida, la historia del Crucificado se narra y proclama a partir de su identidad y continuidad como el Resucitado. De este modo, la historia de Jesús en el primero de todos los evangelios escritos, el evangelio de Marcos, cuyo esquema y modelo ha servido de base al resto de todos los demás, es una historia que comienza a escribirse y a hacerse plenamente comprensible no desde su comienzo sino desde su final, no sólo desde su aparición sino desde su resurrección, la misma que integra y da pleno significado a su historia como Crucificado.

¿Y qué concluir, finalmente?, nos preguntábamos algunas líneas atrás, ¿fe o historia?, ¿kerygma o simplemente revelación horizontal en la historia? Solamente proclamación evangélica de la historia de Jesús, el Cristo o, en lenguaje del segundo evangelio: “Arjé tou euangeliou Iesou Christou”. Explicitando lo dicho sobre el alcance y sentido histórico de la resurrección podemos referir a las palabras de Reginald H. Fuller:

La resurrección- no fue un acontecimiento ‘histórico’, sino escatológico y meta-histórico, que tuvo lugar precisamente allí donde la historia termina, pero dejando huella históricamente, en sentido negativo, en la tumba vacía. ...y en sentido positivo, en las apariciones16.

Esta es nuestra lectura que como lectores del itinerario recorrido por Jesús hasta su final destino de cruz, según la exposición del evangelio de Marcos, hemos podido llegar a acometer: Aquel mismo Dios que se ha comprometido con el camino primero de Jesús acerca de la proclamación de su propio reino, se ha comprometido también con su camino postrero, su muerte. Y, entonces, ¿cuál es la prueba y garantía de acuerdo al segundo evangelio de que todo esto efectivamente así ha ocurrido? Precisamente ésta: El que Dios no ha dejado el cuerpo del Crucificado en el sepulcro para que vea corrupción, dando así un definitivo sentido a lo que pareció acabar en el más categórico sinsentido, esto es; su resurrección. Este es el modo con que el evangelio de Marcos ha salvado el escándalo de la cruz, sin evaporarlo en una nube sublimadora o en un artículo exclusivo de la redención. Sin convertir al hombre que muere la horrible muerte de cruz ya en el Resucitado y Glorificado a expensas de esa trágica historia humana, sino diciendo en kerygma evangélico que el Dios que se comprometió en el camino de Jesús, también se comprometió con su condenación, abandono y hasta su muerte por medio de su resurrección. Por eso, el acontecimiento de la cruz sin el resurgimiento del Crucificado invalida toda la pretensión de Jesús, hace superfluo y degradante la causa y el mensaje por la que éste se comprometió, deja nula la esperanza por la que ofrendó su vida. De ser esto así, ciertamente con el apóstol Pablo podríamos concluir: “Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe (1 Cor 15, 14)”.

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  1. Pensamos aquí en el impacto de transformación llevado a cabo no por un grupo minúsculo de exaltados, sino por el movimiento-Jesús y la primitiva comunidad cristiana ligada a éste en su mundo entorno judío-helenístico y en sus respectivas consecuencias a posteriori. Con total razón escribía G. Bornkamm: “No se trata de la experiencia singular de unos cuantos iluminados ni de una opinión teológica particular de algunos apóstoles, que habría tenido la suerte de imponerse en el curso de los tiempos y de hacer época. No, por todas partes donde hubo en el cristianismo primitivos testigos y comunidades, y cualesquiera que sean las diferencias de su mensaje y de su teología, todos están unidos en la fe que confiesa el resucitado”. Jesús de Nazaret, Salamanca, Sígueme, 1982, 192-193.
  2. Sigo aquí a Moltmann en esta comprensión de la resurrección como hecho escatológico de esperanza y promesa fundante, mas todavía en vías de consumación y verificación en el contexto de este mundo regido por la violencia y el sufrimiento, que ya planteara en su Dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica de la teología cristiana, Sígueme, Salamanca, 1975, 240; y en su El camino de Jesús. Cristología en dimensiones mesiánicas, Sígueme, Salamanca, 1993, 306.
  3. Con total razón X. Pikaza escribe: “La pascua ratifica y cumple de manera anticipada el gran mensaje de Jesús; por eso, desligándose del camino y búsqueda del reino ella termina por quebrarse o se convierte en simple ideología. Jesús resucitado es la verdad del reino: más que pregonero es ahora esposo del banquete (cf. Mt 22, 2), mesías exaltado que congrega a los creyentes (Rom 1, 3-4), Hijo de Hombre en quien culminan los caminos de la historia (cf. Mc 14, 62). Jesús se ha desvelado, se revela por la pascua como presencia escatológica de Dios: por eso, sus discípulos le han visto, quedando transformados (se convierten), de manera que podrán ser testigos de esa resurrección sobre la tierra”, Teología de Marcos, en, Teología de los evangelios de Jesús, Pikaza-de la Calle, Salamanca, 1980, 273 (todas las cursivas son de Pikaza).
  4. G. Bornkamm: “Es un acontecimiento en este tiempo y en este mundo, pero es al mismo tiempo un acontecimiento que impone un final y un límite a este tiempo y a este mundo”. Op., cit., 196.
  5. La resurrección de Jesús como problema histórico y teológico, Sígueme, Salamanca, 1979, 158.
  6. “Estos acontecimientos, por lo tanto, hay que afirmarlos o impugnarlos siempre como acontecimientos históricos, como acontecimientos ocurridos de hecho en un tiempo determinado del pasado. Si renunciáramos aquí al concepto de acontecimiento histórico, entonces no podría afirmarse en general que la resurrección de Jesús, o bien las apariciones de Jesús resucitado, han acontecido realmente en el mundo presente y en un tiempo determinado. No existe ninguna razón para afirmar que la resurrección de Jesús es un hecho acontecido realmente, si no puede afirmarse desde el punto de vista histórico como tal”. Fundamentos de cristología, Sígueme, Salamanca, 1973, 123. No obstante, esta solidaridad con Pannenberg no nos permitir llevar, tal como él lo hace, a coincidir ya este nuevo mundo con el presente, y trazar una identidad prácticamente material entre esta historia y la por venir, aunque sea prolépticamente, como tampoco atribuirle todo el sentido ya de un modo definitivo e inmanente al acontecimiento, como facticidad histórica, sin ver en ello la proclamación de aquel acontecimiento que se abre a la decisión. El mismo Pannenberg, en su discusión con H. Grass, op., cit., 111, se ve en la obligación de concederle al historiador una cierta carga de interés personal, una adhesión interior frente a su objeto de estudio, que no es precisamente consustancial a éste y que lo conecta inevitablemente con los resultados de su investigación. Es cierto que la resurrección de Jesús como apertura al nuevo mundo solidariza ya con este mundo y con esta historia, pero tal mundo y tal historia no las puede contener ni hacer coincidir materialmente, sino que simplemente la trasciende, aquí hablamos de algo más que de historia, esto es, de una historia escatológica. Esto es puesto de relieve especialmente por J. Moltmann, en su Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca, 1989, 235-236: “La resurrección de Cristo no significa un proceso posible en la historia del mundo, sino el proceso escatológico de esa Historia”.
  7. Op., cit., 140-141. Para Pannenberg lo histórico requiere siempre de una tradición como soporte tras de sí, en este caso a la persona histórica de Jesús debe añadírsele la larga tradición apocalíptica en el que se inserta su mensaje y la expectativa da la resurrección.
  8. Ernst Troeltsch, Über historische und dogmatische Methode in der Theologie, Tübingen, 1913
  9. J. Moltmann, Teología de la esperanza, 236-237. Cf. también, El camino de Jesús, 313ss.
  10. Con toda razón argumenta Pannenberg, op., cit., 126, que de ser este el caso, la polémica judía hubiese centrado todo su interés en este dato irrefutable. No obstante, muy por el contrario, continúa Pannenberg, la polémica judía compartía enteramente junto con sus enemigos cristianos, la convicción de que la tumba efectivamente estaba vacía, aun cuando se hiciera cargo de aquella situación formulando explicaciones que desacreditaran el mensaje cristiano.
  11. Historia de la tradición sinóptica, Salamanca, Sígueme, 2000, 347; así también Dibelius, La Historia de las formas evangélicas, San Jerónimo, Valencia, 1984, 187. De similar manera se manifiesta J. Jeremias, Teología del nuevo testamento, Salamanca, Sígueme, 1973, 351-352, quien le atribuye a Mc 16, 1-8 una estructura enteramente secundaria coincidiendo con Bultmann en su carácter netamente legendario en cuanto “leyenda apologética de la resurrección”.
  12. Op., cit., 351
  13. Cf. J. Jeremias, Heilige Gräber in Jesu Umwelt. Eine Untersuchung zur Volksreligion der Zeit Jesu, Göttingen, 1958.
  14. Jesús de Nazaret. Su vida, su época, sus enseñanzas, Paidós, Barcelona, 1991, 357.
  15. Ha venido tomando cada vez más forma la idea, según la cual se estima como posible que la tradición del sepulcro vacío haya visto la luz como etiología cultual, en el que la comunidad se daría cita anualmente en el mismo sepulcro para celebrar la liturgia de adoración en aniversario de la resurrección, mostrando como signo concreto de todo aquello precisamente su inhabitación. Así ya, W. Kasper, Jesús el Cristo, Sígueme, Salamanca, 1994, 156; X. Pikaza, op., cit., 277; J. Moltmann, El Camino de Jesús, 304. No obstante, tal práctica y procesión no halla ninguna documentación en la vida de la comunidad primitiva ni si quiera vestigios que hagan presumir su inicio ya en alguna fórmula litúrgica de los mismos textos bíblicos, como, tampoco, antecedentes de su eventual conclusión y, no toma cuenta, además, cómo un elemento como aquel del sepulcro vacío que para nuestros primeros testigos lejos de comportar un carácter probatorio en orden a la veracidad de la resurrección constituyó más bien uno de orden ambiguo, de modo que toda la fuerza del acontecimiento se dirigió desde un comienzo hacia los encuentros con el Resucitado y su palabra identificadora y confirmadora, pudo convertirse en instancia y lugar para la realización de una fiesta litúrgica.
  16. Citado de Georg Eldon Ladd, Creo en la resurrección, Caribe, Miami, 1977, 14.