Gustavo Daniel Romero
Siendo muy pequeño vivía en un edificio de departamentos de pocas unidades en un barrio tranquilo de la Ciudad de Buenos Aires, capital de la República Argentina.
Una tarde, mientras los adultos disfrutaban de una siesta, los niños de la cuadra buscábamos lombrices bajo la tierra de los canteros de los árboles que la adornaban. Recuerdo que nos pusimos a vender los pequeños bichitos y los vecinos del barrio, más por afecto que por necesidad, nos dejaban unas moneditas estimulando nuestro esfuerzo comercial.
No era mucho, pero significaba nuestro primer ingreso laboral y en comunidad. ¿Qué íbamos a hacer con él? A Dios gracias no pasábamos necesidad dentro de nuestra familia de clase media porteña humilde y, por otro lado, ¡qué escaso que parecía lo que habíamos juntado!
A alguien se le ocurrió “¿Y si rifamos algo y vendemos la rifa en la vecindad?” “De esa manera vamos a recaudar más”. Y otro agrega: “¿Y si lo que obtenemos lo compartimos con quienes están más necesitados que nosotros?
Nos pareció a todos una brillante idea. O, a casi todos. Había algo que no me convencía y subí las escaleras hasta el primer piso donde vivía con mis padres en nuestro apartamento.
“Mamá”, le dije “queremos con los chicos armar una rifa para juntar dinero para compartir con otros”. “¿Qué te parece?”.
Mi mamá me sonrió, aprobó nuestra intención pero, puso en palabras del libro más vendido de todos los tiempos, mi inquietud: “¿Una rifa? La Biblia dice ‘ganarás el pan con el sudor de tu frente’”. Y me propuso una idea alternativa: “¿Y si mejor no recogen donativos con una alcancía?”.
Bajé las escaleras para encontrarme con mis compañeros de travesuras y, evidentemente era tan fuerte mi convicción que mi persuasión llevó a que todos aceptaran gustosos la propuesta de mi madre.
Nos pusimos en campaña y finalmente uno de los padres de mis pequeños amigos llevó lo recolectado a la Cruz Roja Argentina.
Esta anécdota me marcó mucho. Por un lado confirmé, como tantas otras veces en mi vida, que la economía, como disciplina social, es comunitaria, fraterna y solidaria.
Pero también y, en especial, que la manera de ganar el pan es mediante el trabajo propio: “Ganarás el pan, con el sudor de TU frente”, no con el sudor de la frente ajena.
Mi papá repetía una frase: “Hay que hacer trabajar al dinero”. Y yo me reía de lo que consideraba una expresión jocosa pues pensaba: “el dinero no trabaja, el que trabaja es SIEMPRE y en última instancia, el ser humano”.
Te animo a que hagas la prueba y vas a ver que siempre, siempre, lo que posees es fruto del trabajo de alguien. Al final de la cadena de transmisión invariablemente hay un trabajador.
Mi mamá nunca estudió economía pero me educó en la ética cristiana. Sin embargo, a partir de su convicción religiosa, me brindó, entre otras cosas y sin saberlo, mi primera clase de economía.
Como Molière, con su sátira de “El burgués gentilhombre”, nos ofrece este relato de un joven que quería impactar a una dama de elevada clase. Le pidió al letrado escribir una carta: ¿En prosa o en verso? "No quiero nada de verso", repuso. ¿Entonces lo hacemos en prosa? "Tampoco". "Tiene que elegir porque sólo se escribe en prosa o en verso" ¿Y en qué hablo yo? "En prosa". "¡Diantres! 40 años hablando en prosa y yo sin saberlo".
Así, varios años después leí al gran economista John Maynard Keynes quien, en su Teoría General afirmaba que no puede de modo alguno afirmarse que el capital sea “productivo” (Keynes 1992: 190).
Así el capital pierde su estatus de factor de la producción que contribuye al precio del producto mediante su aporte de “valor”. De ahí que Keynes llegue a una conclusión asombrosa para muchos y es que el “valor” no puede provenir de otra fuente que no sea el trabajo.
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Una tarde, mientras los adultos disfrutaban de una siesta, los niños de la cuadra buscábamos lombrices bajo la tierra de los canteros de los árboles que la adornaban. Recuerdo que nos pusimos a vender los pequeños bichitos y los vecinos del barrio, más por afecto que por necesidad, nos dejaban unas moneditas estimulando nuestro esfuerzo comercial.
No era mucho, pero significaba nuestro primer ingreso laboral y en comunidad. ¿Qué íbamos a hacer con él? A Dios gracias no pasábamos necesidad dentro de nuestra familia de clase media porteña humilde y, por otro lado, ¡qué escaso que parecía lo que habíamos juntado!
A alguien se le ocurrió “¿Y si rifamos algo y vendemos la rifa en la vecindad?” “De esa manera vamos a recaudar más”. Y otro agrega: “¿Y si lo que obtenemos lo compartimos con quienes están más necesitados que nosotros?
Nos pareció a todos una brillante idea. O, a casi todos. Había algo que no me convencía y subí las escaleras hasta el primer piso donde vivía con mis padres en nuestro apartamento.
“Mamá”, le dije “queremos con los chicos armar una rifa para juntar dinero para compartir con otros”. “¿Qué te parece?”.
Mi mamá me sonrió, aprobó nuestra intención pero, puso en palabras del libro más vendido de todos los tiempos, mi inquietud: “¿Una rifa? La Biblia dice ‘ganarás el pan con el sudor de tu frente’”. Y me propuso una idea alternativa: “¿Y si mejor no recogen donativos con una alcancía?”.
Bajé las escaleras para encontrarme con mis compañeros de travesuras y, evidentemente era tan fuerte mi convicción que mi persuasión llevó a que todos aceptaran gustosos la propuesta de mi madre.
Nos pusimos en campaña y finalmente uno de los padres de mis pequeños amigos llevó lo recolectado a la Cruz Roja Argentina.
Esta anécdota me marcó mucho. Por un lado confirmé, como tantas otras veces en mi vida, que la economía, como disciplina social, es comunitaria, fraterna y solidaria.
Pero también y, en especial, que la manera de ganar el pan es mediante el trabajo propio: “Ganarás el pan, con el sudor de TU frente”, no con el sudor de la frente ajena.
Mi papá repetía una frase: “Hay que hacer trabajar al dinero”. Y yo me reía de lo que consideraba una expresión jocosa pues pensaba: “el dinero no trabaja, el que trabaja es SIEMPRE y en última instancia, el ser humano”.
Te animo a que hagas la prueba y vas a ver que siempre, siempre, lo que posees es fruto del trabajo de alguien. Al final de la cadena de transmisión invariablemente hay un trabajador.
Mi mamá nunca estudió economía pero me educó en la ética cristiana. Sin embargo, a partir de su convicción religiosa, me brindó, entre otras cosas y sin saberlo, mi primera clase de economía.
Como Molière, con su sátira de “El burgués gentilhombre”, nos ofrece este relato de un joven que quería impactar a una dama de elevada clase. Le pidió al letrado escribir una carta: ¿En prosa o en verso? "No quiero nada de verso", repuso. ¿Entonces lo hacemos en prosa? "Tampoco". "Tiene que elegir porque sólo se escribe en prosa o en verso" ¿Y en qué hablo yo? "En prosa". "¡Diantres! 40 años hablando en prosa y yo sin saberlo".
Así, varios años después leí al gran economista John Maynard Keynes quien, en su Teoría General afirmaba que no puede de modo alguno afirmarse que el capital sea “productivo” (Keynes 1992: 190).
Así el capital pierde su estatus de factor de la producción que contribuye al precio del producto mediante su aporte de “valor”. De ahí que Keynes llegue a una conclusión asombrosa para muchos y es que el “valor” no puede provenir de otra fuente que no sea el trabajo.
“Por eso simpatizo con la doctrina preclásica (sic) de que todo es producido por el trabajo, ayudado por lo que acostumbraba llamarse arte y ahora llamamos técnica, por los recursos naturales libres o que cuestan renta, según su escasez o abundancia, y por los resultados del trabajo pasado, incorporado en los bienes que también tienen precio de acuerdo a su escasez o con su abundancia. Es preferible considerar al trabajo .... como el único factor de producción.” (Keynes 1992: 191).
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- La Biblia (NVI) Génesis 3:19.
- Keynes, J. M. (1992) Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
- Jean-Baptiste Poquelin “Molière”. El burgués gentilhombre (Le Bourgeois gentilhomme) 1670.