José Luis Avendaño 1
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Quien haya participado alguna vez en su calidad de miembro, invitado o simplemente observador, de alguna de las grandes asambleas de aquel tipo de protestantismo del Primer Mundo, amparado a la figura de las “Mainline Churches”2, o incluso de gran parte de sus representaciones o extensiones en el Mundo de los Dos Tercios, no podrá dejar de sorprenderse con las peculiares explicaciones que se tienden a esgrimir aquí, altamente sofisticadas, por supuesto, desde la sociología de la religión, pasando por el deconstruccionismo hasta arribar las infaltables teorías de línea posmodernas, para explicar el dramático éxodo de los miembros y feligreses al interior de estas agrupaciones, como, al mismo tiempo, respecto de las sugerencias no menos particulares que se avientan a partir de estos mismos constructos a objeto de revertir tan dramática tendencia. Porque lo cierto es que incluso los más entusiastas entre estas filas, y sabido es que los más entusiastas en este modelo de iglesia rendido ya al progresismo posmoderno, resultan ser casi siempre aquellos que integran su aparato organizado y en consecuencia reciben de un modo mucho más directo los beneficios de este sistema, se han visto en la necesidad de reconocer -y a la luz desde luego de la indesmentible realidad de los hechos-, que esta continua fuga de prevalecer podría llevar a su fin a este tipo de protestantismo o, en el mejor de los casos –y muchos estarían muy satisfechos de que así sea-, mantener una existencia ya no como comunidad de fe, sino como una mera rama religiosa de la izquierda cultural, y sus históricos y preciosos templos una utilidad nada más que como museos o lugares donde oír sinfonías de órganos de tubo o apreciar alguna representación teatral.
Por cierto, el abierto giro dado por este tipo de protestantismo, ya hemos dicho, ligado a la figura de las “Mainline Churches”, hacia el ideologismo y el discurso del progresismo posmoderno propio de la izquierda cultural, fue visto por muchos en su momento como una verdadera liberación del espíritu evangélico tanto del desquiciado fundamentalismo evangelical y sus formas usamericanas más extravagantes y refractarias a la razón más elemental, en aquella sazón el incipiente neo-pentecostalismo, como así también de las retrógradas ortodoxias y su al parecer única preocupación por la anquilosada tradición reformacional, pero, asimismo, no se puede negar, como una gran oportunidad de insertar a la fe evangélica en los avatares y problemáticas de la sociedad moderna, los grandes desafíos sociales, valóricos, imprimiéndole en consecuencia una conciencia de justicia social. Algo, todo aquello, que tanto desde los fundamentalismos evangelicalistas como desde las decimonónicas ortodoxias se parecía abiertamente soslayar. Desde luego, para aquellos que por mucho tiempo nuestro único modo de relacionarnos con la fe evangélica lo constituyó los radicalismos de la identidad y éstos en sus formas estrictamente usamericanas, tal giro se celebró con evidente simpatía si no con abierta idealización. En otras palabras, y esto debe ser reconocido, no fuimos pocos los que viniendo del Mundo de los Dos Tercios y habiendo sido insertado luego en este nuevo horizonte eclesial, las “Mainline Churches” del Primer Mundo, celebramos con enorme entusiasmo este giro que desde estos sectores se proclamaba con tanto estruendo y publicidad, como si en realidad se tratara, y permítaseme la hipérbole, de una segunda Reforma.
Ahora bien, acaecido ya bastantes años y cargando yo sobre mi precaria humanidad con los fracasos, los aciertos, las alegrías, los dolores, en fin, con la experiencia de vida emocional e intelectual que sólo el paso de los años puede proporcionar, puedo comprender que mucho de aquella idealización entre nosotros no se debía tanto a una serena comprensión de este giro, menos a la anticipación concienzuda de sus posibles consecuencias por llegar, sino a lo que en su momento juzgábamos era una oportunidad única que se nos parecía presentar –así lo creía yo, sin poder en aquel momento llegarlo de un mejor modo a articular- de escapar a ese mundo evangelical de cuño fundamentalista y de herencia usamericana que hasta el momento era lo único prácticamente que conocíamos y que del tanto nos deseábamos distanciar: El tan bajo nivel intelectual y cultural de sus líderes y pastores, la sensible pobreza teológica característica de estos medios, el que estas mismas visiones teológicas no respondiera más que a los impulsos e intereses de la religión americana y que en nuestro contexto se repetía y se reproducía prácticamente sin ningún margen de criticidad, aquel iconoclasticismo litúrgico y aquella muchas veces chabacanería cultual que por doquier abundaba, aquella mediocre visión de la educación teológica y de la cultura en general, etc.
Pues bien, volviendo al giro señalado por las “Mainline Churches”, y tal como ya decíamos, el mismo ha revelado y a la luz de todos estos años transcurridos, que lejos de haber resultado en la solución definitiva al problema del éxodo de la feligresía o a su misma falta de compromiso y apatía, o en la forma más evangélicamente comprometida y consecuente de intervenir en la esfera horizontal de la vida, ha llegado a constituirse más bien en el parte que diagnostica una enfermedad prácticamente terminal para gran parte de este tipo de protestantismo del Primer Mundo. ¿La explicación? Desde luego no una sola sino muchas, y recordará el lector que iniciábamos este artículo haciendo mención a la gran cantidad de análisis que en este tipo de asambleas se vierten, aunque siempre dentro de los mismos constructos que refuerzan el modelo: posmodernidad, progresismo, izquierda cultural. En lo que a mí respecta, sólo enunciaré un antecedente más, desde luego, nada popular entre estos círculos, incluso abiertamente desechado entre los mismos, para intentar explicar tal lamentable estado de cosas, y que es mi convicción no se puede soslayar. Y el tal consiste simplemente en apelar a lo que ya Clodovis Boff concluía acerca del por qué las comunidades católicas en América Latina que habían abrazado y a ultranza el programa de la teología de la liberación habían por lo general fracasado tan rotundamente, sobre todo en lo que decía relación con la presencia concreta de “pueblo” congregacional (“pueblo”, precisamente un eslogan tan recurrente en la teología de la liberación), a saber: La gente –más allá de los eslóganes y los discursos altisonantes que se suelen pronunciar al interior de estos movimientos y que de tanta estimación resultan al paladar teológico del Primer Mundo), abandona este tipo de modelo eclesiástico sin resultarle mayormente atractivo, porque, al fin de cuentas, percibe que en este modelo de exacerbación de la dimensión relevante y horizontal de la fe a expensas de su contraparte de identidad y verticalidad, no hay nada cualitativamente distinto que se le ofrezca que no aparezca ya contenido en el programa de un partido progresista de la izquierda cultural, con la salvedad, de que aquí, no tiene que hacer concesiones de ningún tipo con los presupuestos de la religión oficial, entiéndase cristianismo.3
Diré también, para completar un poco más la anterior idea, que el fundamentalismo evangelical, generalmente ligado a las tendencias más afines a la derecha religiosa, que se prometía superar desde este nuevo giro eclesial, ha sido trocado, y en honor a la verdad, muchas veces por nada más que por otro tipo de fundamentalismo, esta vez, por uno del tipo progresista-posmoderno, es decir, propio de la izquierda cultural. Un fundamentalismo que como todo fundamentalismo, por lo demás, se ha vuelto contestatario y con pretensiones mesiánicas, y que ha terminado por exiliar o expulsar a las mejores mentes teológicas y a los más honestos creyentes que todavía permanecían en estos medios, con el resultado no solamente de que ahora este tipo de protestantismo a falta de teólogos familiarizados con la historia del pensamiento cristiano y la propia herencia confesional de sus respectivas denominaciones, ha quedado secuestrado por una serie de activistas políticos y profetas del progresismo –por supuesto, más que por convicción de la excelencia del sistema por los beneficios de esta adhesión-, sino que ha terminado por revelar la cara más siniestra de esta tendencia:
Se insiste a tiempo y a destiempo, ¡y enhorabuena!, en la importancia capital de la justicia social, pero se es muchas veces incapaz de mostrar justicia individual con el prójimo más cercano de carne y hueso que sale al encuentro, comprometerse y arriesgarse por éste, si en ello no hay algún tipo de beneficio o propaganda institucional. Se hace del discurso tocante a los derechos de los gays y las lesbianas, o de otras supuestas minorías, prácticamente el centro gravitante del quehacer teologal, pero muchos bien sabemos que la mayoría de las veces todo esto se repite nada más que como una voz amplificada o una mera grabadora de los eslóganes del aparato organizado de estas instituciones, más que profunda convicción, repetimos, o por asumir los riesgos reales y personales que dicho compromiso con los individuos de carne y hueso insertos en estas colectividades podría conllevar, por fidelidad al discurso institucional y los beneficios sociales y de seguridad y ascensión laboral que dicha promoción otorga. Se habla de seguir al Crucificado en servicio y humildad, pero existe una carrera casi frenética por acceder a los sitiales más encumbrados que el aparato organizado confiere. Se eleva la actividad ecuménica prácticamente a santo y seña del verdadero cristianismo, esto es, a aquel que ha superado los estrechos recovecos mentales del fundamentalismo, -¡y enhorabuena-¡, pero todos bien sabemos que gran parte del ecumenismo que entre estos círculos se propicia no es un ecumenismo inteligente y veraz, esto es, aquel que a la luz de Cristo y su Palabra no evade, como ya decía Wolfhart Pannenberg, la discusión lúcida y honesta por la definición de la verdad, sino simplemente un activismo eclesiástico, muchas veces nada más que por oportunismo y por figurar.4 En otras palabras, se ha profitado de los beneficios innegables que ha proporcionado el discurso horizontal, pero que al carecer el mismo de toda apertura vertical, insoslayable para una correcta comprensión del seguimiento cristiano, éste ha venido a dar en adhesión y proclamación no del Cristo Crucificado y Resucitado sino de lo institucional. Con ello, se ha revelado el rostro más siniestro de las instituciones eclesiásticas cuando para las mismas el Cristo Crucificado y Resucitado se domestica, y se convierte únicamente en objeto de cálculo político. Quizás valga la pena reflexionar en todo esto que se ha dicho, al momento de explicar el evidente ocaso de este tipo de protestantismo.
Por cierto, el abierto giro dado por este tipo de protestantismo, ya hemos dicho, ligado a la figura de las “Mainline Churches”, hacia el ideologismo y el discurso del progresismo posmoderno propio de la izquierda cultural, fue visto por muchos en su momento como una verdadera liberación del espíritu evangélico tanto del desquiciado fundamentalismo evangelical y sus formas usamericanas más extravagantes y refractarias a la razón más elemental, en aquella sazón el incipiente neo-pentecostalismo, como así también de las retrógradas ortodoxias y su al parecer única preocupación por la anquilosada tradición reformacional, pero, asimismo, no se puede negar, como una gran oportunidad de insertar a la fe evangélica en los avatares y problemáticas de la sociedad moderna, los grandes desafíos sociales, valóricos, imprimiéndole en consecuencia una conciencia de justicia social. Algo, todo aquello, que tanto desde los fundamentalismos evangelicalistas como desde las decimonónicas ortodoxias se parecía abiertamente soslayar. Desde luego, para aquellos que por mucho tiempo nuestro único modo de relacionarnos con la fe evangélica lo constituyó los radicalismos de la identidad y éstos en sus formas estrictamente usamericanas, tal giro se celebró con evidente simpatía si no con abierta idealización. En otras palabras, y esto debe ser reconocido, no fuimos pocos los que viniendo del Mundo de los Dos Tercios y habiendo sido insertado luego en este nuevo horizonte eclesial, las “Mainline Churches” del Primer Mundo, celebramos con enorme entusiasmo este giro que desde estos sectores se proclamaba con tanto estruendo y publicidad, como si en realidad se tratara, y permítaseme la hipérbole, de una segunda Reforma.
Ahora bien, acaecido ya bastantes años y cargando yo sobre mi precaria humanidad con los fracasos, los aciertos, las alegrías, los dolores, en fin, con la experiencia de vida emocional e intelectual que sólo el paso de los años puede proporcionar, puedo comprender que mucho de aquella idealización entre nosotros no se debía tanto a una serena comprensión de este giro, menos a la anticipación concienzuda de sus posibles consecuencias por llegar, sino a lo que en su momento juzgábamos era una oportunidad única que se nos parecía presentar –así lo creía yo, sin poder en aquel momento llegarlo de un mejor modo a articular- de escapar a ese mundo evangelical de cuño fundamentalista y de herencia usamericana que hasta el momento era lo único prácticamente que conocíamos y que del tanto nos deseábamos distanciar: El tan bajo nivel intelectual y cultural de sus líderes y pastores, la sensible pobreza teológica característica de estos medios, el que estas mismas visiones teológicas no respondiera más que a los impulsos e intereses de la religión americana y que en nuestro contexto se repetía y se reproducía prácticamente sin ningún margen de criticidad, aquel iconoclasticismo litúrgico y aquella muchas veces chabacanería cultual que por doquier abundaba, aquella mediocre visión de la educación teológica y de la cultura en general, etc.
Pues bien, volviendo al giro señalado por las “Mainline Churches”, y tal como ya decíamos, el mismo ha revelado y a la luz de todos estos años transcurridos, que lejos de haber resultado en la solución definitiva al problema del éxodo de la feligresía o a su misma falta de compromiso y apatía, o en la forma más evangélicamente comprometida y consecuente de intervenir en la esfera horizontal de la vida, ha llegado a constituirse más bien en el parte que diagnostica una enfermedad prácticamente terminal para gran parte de este tipo de protestantismo del Primer Mundo. ¿La explicación? Desde luego no una sola sino muchas, y recordará el lector que iniciábamos este artículo haciendo mención a la gran cantidad de análisis que en este tipo de asambleas se vierten, aunque siempre dentro de los mismos constructos que refuerzan el modelo: posmodernidad, progresismo, izquierda cultural. En lo que a mí respecta, sólo enunciaré un antecedente más, desde luego, nada popular entre estos círculos, incluso abiertamente desechado entre los mismos, para intentar explicar tal lamentable estado de cosas, y que es mi convicción no se puede soslayar. Y el tal consiste simplemente en apelar a lo que ya Clodovis Boff concluía acerca del por qué las comunidades católicas en América Latina que habían abrazado y a ultranza el programa de la teología de la liberación habían por lo general fracasado tan rotundamente, sobre todo en lo que decía relación con la presencia concreta de “pueblo” congregacional (“pueblo”, precisamente un eslogan tan recurrente en la teología de la liberación), a saber: La gente –más allá de los eslóganes y los discursos altisonantes que se suelen pronunciar al interior de estos movimientos y que de tanta estimación resultan al paladar teológico del Primer Mundo), abandona este tipo de modelo eclesiástico sin resultarle mayormente atractivo, porque, al fin de cuentas, percibe que en este modelo de exacerbación de la dimensión relevante y horizontal de la fe a expensas de su contraparte de identidad y verticalidad, no hay nada cualitativamente distinto que se le ofrezca que no aparezca ya contenido en el programa de un partido progresista de la izquierda cultural, con la salvedad, de que aquí, no tiene que hacer concesiones de ningún tipo con los presupuestos de la religión oficial, entiéndase cristianismo.3
Diré también, para completar un poco más la anterior idea, que el fundamentalismo evangelical, generalmente ligado a las tendencias más afines a la derecha religiosa, que se prometía superar desde este nuevo giro eclesial, ha sido trocado, y en honor a la verdad, muchas veces por nada más que por otro tipo de fundamentalismo, esta vez, por uno del tipo progresista-posmoderno, es decir, propio de la izquierda cultural. Un fundamentalismo que como todo fundamentalismo, por lo demás, se ha vuelto contestatario y con pretensiones mesiánicas, y que ha terminado por exiliar o expulsar a las mejores mentes teológicas y a los más honestos creyentes que todavía permanecían en estos medios, con el resultado no solamente de que ahora este tipo de protestantismo a falta de teólogos familiarizados con la historia del pensamiento cristiano y la propia herencia confesional de sus respectivas denominaciones, ha quedado secuestrado por una serie de activistas políticos y profetas del progresismo –por supuesto, más que por convicción de la excelencia del sistema por los beneficios de esta adhesión-, sino que ha terminado por revelar la cara más siniestra de esta tendencia:
Se insiste a tiempo y a destiempo, ¡y enhorabuena!, en la importancia capital de la justicia social, pero se es muchas veces incapaz de mostrar justicia individual con el prójimo más cercano de carne y hueso que sale al encuentro, comprometerse y arriesgarse por éste, si en ello no hay algún tipo de beneficio o propaganda institucional. Se hace del discurso tocante a los derechos de los gays y las lesbianas, o de otras supuestas minorías, prácticamente el centro gravitante del quehacer teologal, pero muchos bien sabemos que la mayoría de las veces todo esto se repite nada más que como una voz amplificada o una mera grabadora de los eslóganes del aparato organizado de estas instituciones, más que profunda convicción, repetimos, o por asumir los riesgos reales y personales que dicho compromiso con los individuos de carne y hueso insertos en estas colectividades podría conllevar, por fidelidad al discurso institucional y los beneficios sociales y de seguridad y ascensión laboral que dicha promoción otorga. Se habla de seguir al Crucificado en servicio y humildad, pero existe una carrera casi frenética por acceder a los sitiales más encumbrados que el aparato organizado confiere. Se eleva la actividad ecuménica prácticamente a santo y seña del verdadero cristianismo, esto es, a aquel que ha superado los estrechos recovecos mentales del fundamentalismo, -¡y enhorabuena-¡, pero todos bien sabemos que gran parte del ecumenismo que entre estos círculos se propicia no es un ecumenismo inteligente y veraz, esto es, aquel que a la luz de Cristo y su Palabra no evade, como ya decía Wolfhart Pannenberg, la discusión lúcida y honesta por la definición de la verdad, sino simplemente un activismo eclesiástico, muchas veces nada más que por oportunismo y por figurar.4 En otras palabras, se ha profitado de los beneficios innegables que ha proporcionado el discurso horizontal, pero que al carecer el mismo de toda apertura vertical, insoslayable para una correcta comprensión del seguimiento cristiano, éste ha venido a dar en adhesión y proclamación no del Cristo Crucificado y Resucitado sino de lo institucional. Con ello, se ha revelado el rostro más siniestro de las instituciones eclesiásticas cuando para las mismas el Cristo Crucificado y Resucitado se domestica, y se convierte únicamente en objeto de cálculo político. Quizás valga la pena reflexionar en todo esto que se ha dicho, al momento de explicar el evidente ocaso de este tipo de protestantismo.
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- Algunos de los temas aquí tratados han sido desarrollados con mayor extensión por el autor en: Identidad y Relevancia. El Influjo del Protestantismo de los Estados Unidos o la American Religion en el Mundo Evangélico Latinoamericano. Concepción, CEEP Ediciones, 2013, 523 páginas. Una reciente entrevista a José Luis Avendaño está disponible en: http://www.revista-rypc.org/2013/08/la-american-religion-y-el-mundo.html
- Bajo la figura de Mainline Churches, o también Mainstream Churches, se suele designar a aquel conjunto de iglesias protestantes en los Estados Unidos que, en contraste con los movimientos fundamentalistas, carismáticos y neopentecostales de aquel país, responden más bien a una tradición más ligada al movimiento histórico y teológico de la Reforma (reformados, en sus diversas expresiones, luteranos, episcopales, anglicanos, etc.), gran parte de cuyas iglesias representadas ofrecen actualmente y paradójicamente, un evidente proceso de desconfesionalidad y asimilación a los intereses del progresismo izquierdo-cultural.
- Observaciones relacionadas en GALINDO, Florencio. El fenómeno de las sectas fundamentalistas. La conquista evangélica de América Latina, Verbo Divino, Estella, 1994.
- PANNENBERG, Wolfhart. Teoría de la ciencia y teología, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1981.