Jonathan Morales
Aportes para una revisión histórica.
I. Introducción
La Reforma Protestante y la Conquista de América son dos coyunturas fundamentales para la comprensión de los tiempos modernos. Con cierta semejanza ambos fenómenos presentaron situaciones nuevas y complejas, como si se tratara de evaluar la integridad y flexibilidad del sistema de pensamiento de la sociedad bajomedieval. Interrogantes profundas, la mayoría de ellas inesperadas, en un comienzo dan la impresión de inundar de cierta perplejidad y vacilación, incluso a las mentalidades más preclaras de la época.
Por lo demás, la periodización de ambos eventos nos muestra cuán contemporáneas son sus escenas y los personajes que en ellas intervienen. El teólogo brasileño Jorge Luis Rodríguez nos ayuda a ilustrar esta relación examinando la vida de algunos de sus protagonistas.1 Repliquemos el ejercicio.
Pese a estos notables datos cronológicos, dentro del contexto religioso del siglo XVI europeo -excluyamos a Castilla- la atención prestada a la nueva realidad americana fue muy escasa. Más bien la preocupación estaba puesta, en primer lugar, en los peligros asociados al inminente avance de los turcos otomanos, que habiéndose apoderado de Constantinopla, el antiguo bastión cristiano de Oriente, estaban ad portas de la región de Austria-Hungría; en segundo lugar, en la secesión ocasionada por el movimiento protestante, el que ya comenzaba a ganarse la confianza de numerosos nobles alemanes, suizos, franceses y anglosajones, y amenazaba a la supremacía papal en Occidente.
II. Trento y el nuevo continente
En lo que concierne al ámbito eclesiástico católicorromano, el Concilio Ecuménico de Trento (1545-1563) tuvo nulo interés en los asuntos americanos. “El concilio de Trento en ningún momento se propuso discutir e incluir asuntos relativos a las nuevas tierras descubiertas en América. Tampoco ningún obispo de América estuvo presente en el concilio.”2
Cabe señalar que para las primeras sesiones de este encuentro, ya existían en América la cifra no menor de 3 provincias eclesiásticas, y 17 obispados.3
Como bien nos señala el jushistoriador español Agustín Bermúdez, a diferencia de Castilla, en el resto de Europa la difusión impresa de los testimonios de los viajeros que acuden al nuevo continente, y lo que es muy importante, las ilustraciones y grabados que generalmente acompañaban a dichos textos, van configurando todo un imaginario sobre las nuevos territorios y sus habitantes, lo que no siempre se condice con la realidad. En efecto, como bien apunta nuestro autor en lo relativo a las representaciones ilustradas, persisten los arquetipos de la tradición bajomedieval, lo que a su vez revela la prepotencia ejercida por los criterios de autoridad de los modelos clásicos frente a la experiencia constatada en el análisis de los datos fácticos.5
III. Castilla, los franciscanos y el advenimiento del Milenio
En relación a Castilla, la información proporcionada por los funcionarios de una extensa administración indiana tanto en América como en la Península, motivó a la Corona a la elaboración de una prolífica literatura jurídica con el objetivo de regular una realidad social que escapaba a los cánones del Jus Commune.6 Los primeros años de la Conquista española impusieron a las autoridades metropolitanas, en primer lugar, el complejo problema de la legitimidad de la incorporación de los nuevos territorios. A este se respondió con la identificación de determinados “justo títulos de dominios” que de acuerdo a las doctrinas jurídicas imperantes, asistían a la Corona en su empresa en el nuevo continente; y en segundo lugar, se hizo apremiante la necesidad de clarificar la condición jurídica de la población nativa. El hispanista estadounidense, Lewis Hanke, pone de relieve el sorprendente desinterés que se advierte entre los pensadores europeos del siglo XVI, en todo lo que refiera a las complejas disputas que el hallazgo de aborígenes no cristianos -pero tampoco infieles musulmanes- generó entre los españoles.7 La profundidad del problema y el esfuerzo convocado a su resolución, determinó en gran manera un verdadero renacimiento de la Escolástica ibérica.
Lo cierto es que hubo escasísimas excepciones entre el resto de los europeos. Así, cuando el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Maximiliano I, requirió la opinión del monje alemán Juan de Heinderburg (1462-1516) sobre el alma del indígena americano, éste respondió replicando la doctrina medieval del “limbo”, concepto desarrollado para resolver el problema soteriológico de los patriarcas del Antiguo Testamento y de los niños que morían sin ser bautizados, pero que siendo una enseñanza de religiosidad popular, jamás ha sido aceptada por la Iglesia Católica Apostólica Romana. En los mismos términos se estructuró la respuesta del humanista Claude de Seyssel (1450-1520), que llegaría a ser arzobispo de Turín, para quien los paganos que jamás tuvieran noticias de Cristo pasarían a ocupar un lugar intermedio entre el cielo y el infierno.8
Quizás una de las razones que mejor explican el gran interés de la Corona castellana en los fundamentos de su incursión se deba a las creencias milenaristas, firmemente arraigadas en la religiosidad española para los últimos años de la Baja Edad Media. Algo se desprende de la misma denominación que se aplicara a los nuevos territorios, un “Mundus Novus”, en clara referencia al pasaje de Apocalipsis 21, 1: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva (...)” El historiador italiano Adriano Prosperi se encarga de explicar la asociación que se hiciera entre este Nuevo Mundo, y el “fin del mundo” tal como se creía predicho en el último libro del Nuevo Testamento. A su juicio, “[l]a tendencia a buscar en el pasado la anticipación de la inquietante novedad del descubrimiento estaba con todo ya profundamente radicada en la cultura y en la mentalidad de ese tiempo.”9
Sin ir más lejos, la convicción mesiánica con la que Colón informa a los reyes castellanos el descubrimiento de nuevas tierras (1493), da cuenta de este ejercicio de relación con la literatura bíblica profética: “Del nuevo cielo y tierra que dezía Nuestro Señor por Sant Juan en el Apocalipsi, después de dicho por boca de Isaías, me hizo mensajero y amostró aquella parte”.
También se aprecia en la carta del florentino Américo Vespucio al príncipe Lorenzo de Médici (1500): “En aquellos países hemos encontrado tal multitud de gente que nadie podría enumerarla, como se lee en el Apocalipsis”.
Esta relectura del género profético no se trata de un método nuevo: “la lectura figurativa de la historia pertenece a la cultura y al método exegético del cristianismo medieval.”10 Creemos hallar su fuente en la escatología franciscana de la Baja Edad Media.
Para Joaquín, siguiendo sus libros “Expositio in Apocalipsis” y “Concordia Novi et Veteri Testamenti”, la historia podía dividirse en diversos estadios de progresión hacia la consumación espiritual: la edad de Dios-Padre, Abraham y la Ley; la de Dios-Hijo, Cristo y la Iglesia; y una última del Espíritu Santo. De acuerdo al monje, cada etapa tiene la particularidad de tener un esplendor y una consiguiente época de crisis. Para los medievales, el tercer estadio era el de mayor importancia dada su inminente llegada. Con esta se produciría el fin del mundo. Su contexto: la crisis de la Iglesia y el surgimiento del Anticristo. Sin embargo, antes del fin una orden de predicadores anunciaría el Evangelio hasta el último rincón del mundo, conforme predecían las palabras de Cristo: “Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin.” (Mateo 24, 14). Existía la creencia de que doce patriarcas convertirían a los infieles, y conducirían a la humanidad hacia las cosas espirituales.12
Pareciera que las enseñanzas de Joaquín de Fiore tuvieron largo eco en la naciente orden de Francisco de Asís, especialmente entre los frailes menores. Pero es a partir de mediados del siglo XIII que su escatología comienza a ganar prestigio en lo más alto de la orden. Otro tanto sucederá con la curia romana, especialmente cuando asuma Clemente V en 1294. Disputas por el papado, y discrepancias con los sectores más ortodoxos de la curia, llevarán al papado a condenar la doctrina de la “pobreza de Cristo y de sus apóstoles” en 1323, a lo que posteriormente se sumará el cautiverio “babilónico” del Papa en la ciudad de Avignon, la “copa” de la peste negra, los “testigos” como predicadores escatológicos radicales, la “abominación desoladora” en la pérdida del Santo Sepulcro y Jerusalén, etc., fomentando toda la clase de lecturas apocalípticas sobre el fin. Todos estos símbolos servirán de preludio para la Reforma Protestante con Lutero como el “anticristo”. En este contexto, frente a una vieja Europa donde se partía el Cristianismo y cundía la herejía protestante, el descubrimiento de América, un Nuevo Mundo, era una gran esperanza.13
De esta forma comprendemos el celo misionero en los primeros años de la Nueva España. Basta con atender a la poderosa influencia ejercida por los franciscanos en la figura de Colón, especialmente durante su estadía en el Monasterio de La Rábida. Posteriormente, con la llegada de los “doce apóstoles” de 1524, nada menos que doce monjes franciscanos resueltos a concluir la historia y apresurar el regreso de Cristo, se producirá un punto de inflexión en el proceso de evangelización hacia formas más metódicas y organizadas, sin dejar de ser doctrinalmente rudimentarias. El tiempo dará lugar a la decepción, cuando los religiosos se percaten que las grandes masas de naturales bautizados, insistan en la vida privada en la adoración de sus antiguas deidades.
IV. América a los ojos de la Reforma: Elementos para la crítica
¿Cómo fue interpretado el descubrimiento de América por la Reforma Protestante? ¿De qué forma fue percibido el encuentro con aquellos de los cuales jamás se habían tenido noticias? Advertimos un extraño silencio en los escritos reformadores. Las polémicas, las obras de dogmática, las grandes confesiones y los principales documentos doctrinales de la Reforma Clásica o Magisterial, abordan escasamente la necesidad de la misión universal. Al contrario, como afirma el teólogo e historiador estadounidense George Hutston Williams, “[e]n la época del Descubrimiento y la Reforma las fuerzas iniciales de la renovación cristiana fueron, por lo general, las fuerzas que tendieron a restringir más que ampliar el alcance de la salvación del mundo a través de Cristo.”14
Las características de las empresas coloniales de las naciones protestantes durante el siglo XVI y XVII fueron muy diferentes al modelo confesional adoptado por Castilla, según el cual el Estado se comprometía en la justificación teológica de sus actos -un aspecto que se debe fundamentalmente al movimiento de Contrarreforma, de “avivamiento romanista” en términos de la célebre obra de Williston Walker- la difusión de la sana doctrina y la preservación de la pureza del culto en los nuevos territorios.
Por otro lado no podemos olvidar, y como bien nos señala J.L. Rodríguez, que 1492 marca el inicio del imperialismo europeo; este es un indicio de que quizás las razones de las diferencias entre la conquista de la España católica y las colonizaciones protestantes, deben ser rastreadas, por medio de un análisis histórico serio y que no se reduzca a la mera réplica de imagenes caricaturezcas, en las características de la sociedad española y en su contexto económico.15 Así, “[a] diferencia de otras naciones europeas donde el periodo de acumulación del metal sólo fue una temporada que permitió el desarrollo posterior del capitalismo industrial, en España el mercantilismo se arraigó en el centro de su propia economía, impidiendo que ésta siguiera más adelante en su desarrollo.”16
Esto se explica con la temprana expulsión de los componente poblacionales -los judíos en 1492, y de los moriscos en 1502- que habrían podido transformar las abundantes cantidades de metales preciosos en capital productivo, y que en definitiva habría posibilitado desvíos “extra-económicos” tales como la “preocupación para que las conquistas fueran realizadas de acuerdo a los principios del derecho, de la teología y de la filosofía, como también una preocupación para definir cuál era la naturaleza ontológica de los indios.”17
Por su lado, la experiencia histórica de las colonizaciones emprendidas por las naciones protestantes en América, como en Asia y África, dan cuenta de la implacable efectividad de sus realizaciones, donde el proceso de acumulación de la riqueza no se detuvo en discusiones teológicas y filosóficas a fin de legitimar sus actos, por cuanto se consideraban justificados en si mismos en razón del lucro y los beneficios proporcionados. Los indios “fueron simplemente sacrificados a los nuevos dioses: el dinero y los metales preciosos”.18 Por esto, la ausencia de pensamiento protestante en torno al descubrimiento del nuevo continente y sus gentes, no es garantía de que las empresas coloniales de las naciones protestantes fueran más humanas, menos crueles, menos arrogantes o prepotentes. Ya que la experiencia nos dice que en estos aspectos, conquistadores católicos y colonos protestantes, no se diferenciaron.19
Por desgracia la opinión dominante en muchos círculos protestantes, y de la que el evangelicalismo latinoamericano se ha convertido en un principal portavoz, se ha limitado a replicar imágenes más bien propias de una “leyenda negra” sobre la administración indiana de la corona castellana. Según esta línea de pensamiento, las colonias protestantes en América habrían sido fundadas por “home-makers”, algo así como constructores de hogares bien constituidos, o “state builders” colonos con una eminente vocación ciudadana de construcción de entidades políticas formales. Todos ellos europeos muy distintos a los “goldseekers” figura con la que se caricaturiza al conquistador español, según la cual aquellos estaban arrojados con exclusividad a las ansias de satisfacer su sed de oro.20 Pese a su cuestionable asidero histórico la imagen goza de una sorprendente aceptación en nuestros días.
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Aportes para una revisión histórica.
I. Introducción
La Reforma Protestante y la Conquista de América son dos coyunturas fundamentales para la comprensión de los tiempos modernos. Con cierta semejanza ambos fenómenos presentaron situaciones nuevas y complejas, como si se tratara de evaluar la integridad y flexibilidad del sistema de pensamiento de la sociedad bajomedieval. Interrogantes profundas, la mayoría de ellas inesperadas, en un comienzo dan la impresión de inundar de cierta perplejidad y vacilación, incluso a las mentalidades más preclaras de la época.
Por lo demás, la periodización de ambos eventos nos muestra cuán contemporáneas son sus escenas y los personajes que en ellas intervienen. El teólogo brasileño Jorge Luis Rodríguez nos ayuda a ilustrar esta relación examinando la vida de algunos de sus protagonistas.1 Repliquemos el ejercicio.
Así, cuando Colón desembarcaba en las islas del Caribe creyendo haber hallado la isla de Cipango, Lutero con casi diez años se instruía en el latín, primero en la escuela de la ciudad de Mansfeld, y luego al amparo de la catedral de Magdeburg -donde probablemente recibiría de los Hermanos de la Vida Común su característico celo antimonástico.
En 1517, cuando Bartolomé de Las Casas presentaba ante la Corte española sus memorias de “denuncia y remedios”, con las que delataba con vehemencia los crímeres cometidos por los conquistadores en las Indias occidentales; Lutero, siendo ya profesor de la Universidad de Wittenberg, divulgaba sus 95 tesis con las que cuestionaba el poder y la eficacia de las Indulgencias.
La decisiva interpretación luterana del pasaje de Romanos 1,17, aconteció el mismo año de 1512 en que De Las Casas interpretó el texto bíblico de Eclesiástico 34, 18-22 en relación a las injusticias de las encomiendas.
La Dieta de Worms de 1521 donde se excomulgó al reformador sajón, sucedió casi simultáneamente con la denominada “segunda conversión lascasiana” de 1522, a la que siguió la decisión del encomendero de vestir los hábitos dominicos. También se coincide con la fase final de la conquista del Imperio Mexica por Hernán Cortés (1519-1521), con la toma de México-Tenochtitlan.
Cuando el reformador protestante falleció en 1546, De Las Casas se hallaba sumergido en su mayor lucha téorica: la Controversia de Valladolid, proceso fundamental en la historia de la organización jurídica de los dominios americanos.
Quizás, de entre las numerosas obras que suscribe Bartolomé de Las Casas, la que mayor interés ha suscitado es su polémico escrito “Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias”, que entregada al rey Carlos I de España en 1542, es prácticamente coetánea a la influyente edición francesa de la “Institución de la Religion Cristiana” de 1541, con la que el reformador francés Juan Calvino exponía al rey Francisco I de Francia las doctrinas esenciales del movimiento de Reforma eclesiástica. También en 1541, falleció en Lima en manos de sus detractores el conquistador español Francisco Pizarro, luego de haber subyugado gran parte del Imperio Inca en tan solo un año.
Pese a estos notables datos cronológicos, dentro del contexto religioso del siglo XVI europeo -excluyamos a Castilla- la atención prestada a la nueva realidad americana fue muy escasa. Más bien la preocupación estaba puesta, en primer lugar, en los peligros asociados al inminente avance de los turcos otomanos, que habiéndose apoderado de Constantinopla, el antiguo bastión cristiano de Oriente, estaban ad portas de la región de Austria-Hungría; en segundo lugar, en la secesión ocasionada por el movimiento protestante, el que ya comenzaba a ganarse la confianza de numerosos nobles alemanes, suizos, franceses y anglosajones, y amenazaba a la supremacía papal en Occidente.
II. Trento y el nuevo continente
En lo que concierne al ámbito eclesiástico católicorromano, el Concilio Ecuménico de Trento (1545-1563) tuvo nulo interés en los asuntos americanos. “El concilio de Trento en ningún momento se propuso discutir e incluir asuntos relativos a las nuevas tierras descubiertas en América. Tampoco ningún obispo de América estuvo presente en el concilio.”2
Cabe señalar que para las primeras sesiones de este encuentro, ya existían en América la cifra no menor de 3 provincias eclesiásticas, y 17 obispados.3
“En el concilio se hallaba a la vista, ante todo, el protestantismo; ese era el problema principal que, por encima de cualquier otro, preocupaba a los padres y teólogos congregados allí. (...) [E]ste desinterés por los temas religiosos de la América española se puede explicar, ante todo, por la escasez e imprecisión de los conocimientos de los padres conciliares y los altos funcionarios de la Curia Romana que tenían de los asuntos hispanoamericanos. Aunque ellos seguían con interés las cosas singulares y extraordinarias que de ella contaban, no poseían informaciones precisas sobre la situación imperante en las Indias españolas para tomar decisiones sobre los problemas especiales que habían surgido de la experiencia evangelizadora en los territorios recién conquistados.”4
Como bien nos señala el jushistoriador español Agustín Bermúdez, a diferencia de Castilla, en el resto de Europa la difusión impresa de los testimonios de los viajeros que acuden al nuevo continente, y lo que es muy importante, las ilustraciones y grabados que generalmente acompañaban a dichos textos, van configurando todo un imaginario sobre las nuevos territorios y sus habitantes, lo que no siempre se condice con la realidad. En efecto, como bien apunta nuestro autor en lo relativo a las representaciones ilustradas, persisten los arquetipos de la tradición bajomedieval, lo que a su vez revela la prepotencia ejercida por los criterios de autoridad de los modelos clásicos frente a la experiencia constatada en el análisis de los datos fácticos.5
III. Castilla, los franciscanos y el advenimiento del Milenio
En relación a Castilla, la información proporcionada por los funcionarios de una extensa administración indiana tanto en América como en la Península, motivó a la Corona a la elaboración de una prolífica literatura jurídica con el objetivo de regular una realidad social que escapaba a los cánones del Jus Commune.6 Los primeros años de la Conquista española impusieron a las autoridades metropolitanas, en primer lugar, el complejo problema de la legitimidad de la incorporación de los nuevos territorios. A este se respondió con la identificación de determinados “justo títulos de dominios” que de acuerdo a las doctrinas jurídicas imperantes, asistían a la Corona en su empresa en el nuevo continente; y en segundo lugar, se hizo apremiante la necesidad de clarificar la condición jurídica de la población nativa. El hispanista estadounidense, Lewis Hanke, pone de relieve el sorprendente desinterés que se advierte entre los pensadores europeos del siglo XVI, en todo lo que refiera a las complejas disputas que el hallazgo de aborígenes no cristianos -pero tampoco infieles musulmanes- generó entre los españoles.7 La profundidad del problema y el esfuerzo convocado a su resolución, determinó en gran manera un verdadero renacimiento de la Escolástica ibérica.
Lo cierto es que hubo escasísimas excepciones entre el resto de los europeos. Así, cuando el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Maximiliano I, requirió la opinión del monje alemán Juan de Heinderburg (1462-1516) sobre el alma del indígena americano, éste respondió replicando la doctrina medieval del “limbo”, concepto desarrollado para resolver el problema soteriológico de los patriarcas del Antiguo Testamento y de los niños que morían sin ser bautizados, pero que siendo una enseñanza de religiosidad popular, jamás ha sido aceptada por la Iglesia Católica Apostólica Romana. En los mismos términos se estructuró la respuesta del humanista Claude de Seyssel (1450-1520), que llegaría a ser arzobispo de Turín, para quien los paganos que jamás tuvieran noticias de Cristo pasarían a ocupar un lugar intermedio entre el cielo y el infierno.8
Quizás una de las razones que mejor explican el gran interés de la Corona castellana en los fundamentos de su incursión se deba a las creencias milenaristas, firmemente arraigadas en la religiosidad española para los últimos años de la Baja Edad Media. Algo se desprende de la misma denominación que se aplicara a los nuevos territorios, un “Mundus Novus”, en clara referencia al pasaje de Apocalipsis 21, 1: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva (...)” El historiador italiano Adriano Prosperi se encarga de explicar la asociación que se hiciera entre este Nuevo Mundo, y el “fin del mundo” tal como se creía predicho en el último libro del Nuevo Testamento. A su juicio, “[l]a tendencia a buscar en el pasado la anticipación de la inquietante novedad del descubrimiento estaba con todo ya profundamente radicada en la cultura y en la mentalidad de ese tiempo.”9
Sin ir más lejos, la convicción mesiánica con la que Colón informa a los reyes castellanos el descubrimiento de nuevas tierras (1493), da cuenta de este ejercicio de relación con la literatura bíblica profética: “Del nuevo cielo y tierra que dezía Nuestro Señor por Sant Juan en el Apocalipsi, después de dicho por boca de Isaías, me hizo mensajero y amostró aquella parte”.
También se aprecia en la carta del florentino Américo Vespucio al príncipe Lorenzo de Médici (1500): “En aquellos países hemos encontrado tal multitud de gente que nadie podría enumerarla, como se lee en el Apocalipsis”.
Esta relectura del género profético no se trata de un método nuevo: “la lectura figurativa de la historia pertenece a la cultura y al método exegético del cristianismo medieval.”10 Creemos hallar su fuente en la escatología franciscana de la Baja Edad Media.
“A finales del siglo XII, dos movimientos fomentan la escalada apocalíptica: los diversos intentos de reforma de la Iglesia y la emergencia de un personaje central para la interpretación de los últimos tiempos que se inserta en ese horizonte reformista: Joaquín de Fiore († 1202). De espíritu visionario y profético, fue condenado en el famoso IV Concilio de Letrán por su interpretación de la Trinidad”.11
Para Joaquín, siguiendo sus libros “Expositio in Apocalipsis” y “Concordia Novi et Veteri Testamenti”, la historia podía dividirse en diversos estadios de progresión hacia la consumación espiritual: la edad de Dios-Padre, Abraham y la Ley; la de Dios-Hijo, Cristo y la Iglesia; y una última del Espíritu Santo. De acuerdo al monje, cada etapa tiene la particularidad de tener un esplendor y una consiguiente época de crisis. Para los medievales, el tercer estadio era el de mayor importancia dada su inminente llegada. Con esta se produciría el fin del mundo. Su contexto: la crisis de la Iglesia y el surgimiento del Anticristo. Sin embargo, antes del fin una orden de predicadores anunciaría el Evangelio hasta el último rincón del mundo, conforme predecían las palabras de Cristo: “Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin.” (Mateo 24, 14). Existía la creencia de que doce patriarcas convertirían a los infieles, y conducirían a la humanidad hacia las cosas espirituales.12
Pareciera que las enseñanzas de Joaquín de Fiore tuvieron largo eco en la naciente orden de Francisco de Asís, especialmente entre los frailes menores. Pero es a partir de mediados del siglo XIII que su escatología comienza a ganar prestigio en lo más alto de la orden. Otro tanto sucederá con la curia romana, especialmente cuando asuma Clemente V en 1294. Disputas por el papado, y discrepancias con los sectores más ortodoxos de la curia, llevarán al papado a condenar la doctrina de la “pobreza de Cristo y de sus apóstoles” en 1323, a lo que posteriormente se sumará el cautiverio “babilónico” del Papa en la ciudad de Avignon, la “copa” de la peste negra, los “testigos” como predicadores escatológicos radicales, la “abominación desoladora” en la pérdida del Santo Sepulcro y Jerusalén, etc., fomentando toda la clase de lecturas apocalípticas sobre el fin. Todos estos símbolos servirán de preludio para la Reforma Protestante con Lutero como el “anticristo”. En este contexto, frente a una vieja Europa donde se partía el Cristianismo y cundía la herejía protestante, el descubrimiento de América, un Nuevo Mundo, era una gran esperanza.13
De esta forma comprendemos el celo misionero en los primeros años de la Nueva España. Basta con atender a la poderosa influencia ejercida por los franciscanos en la figura de Colón, especialmente durante su estadía en el Monasterio de La Rábida. Posteriormente, con la llegada de los “doce apóstoles” de 1524, nada menos que doce monjes franciscanos resueltos a concluir la historia y apresurar el regreso de Cristo, se producirá un punto de inflexión en el proceso de evangelización hacia formas más metódicas y organizadas, sin dejar de ser doctrinalmente rudimentarias. El tiempo dará lugar a la decepción, cuando los religiosos se percaten que las grandes masas de naturales bautizados, insistan en la vida privada en la adoración de sus antiguas deidades.
IV. América a los ojos de la Reforma: Elementos para la crítica
¿Cómo fue interpretado el descubrimiento de América por la Reforma Protestante? ¿De qué forma fue percibido el encuentro con aquellos de los cuales jamás se habían tenido noticias? Advertimos un extraño silencio en los escritos reformadores. Las polémicas, las obras de dogmática, las grandes confesiones y los principales documentos doctrinales de la Reforma Clásica o Magisterial, abordan escasamente la necesidad de la misión universal. Al contrario, como afirma el teólogo e historiador estadounidense George Hutston Williams, “[e]n la época del Descubrimiento y la Reforma las fuerzas iniciales de la renovación cristiana fueron, por lo general, las fuerzas que tendieron a restringir más que ampliar el alcance de la salvación del mundo a través de Cristo.”14
Las características de las empresas coloniales de las naciones protestantes durante el siglo XVI y XVII fueron muy diferentes al modelo confesional adoptado por Castilla, según el cual el Estado se comprometía en la justificación teológica de sus actos -un aspecto que se debe fundamentalmente al movimiento de Contrarreforma, de “avivamiento romanista” en términos de la célebre obra de Williston Walker- la difusión de la sana doctrina y la preservación de la pureza del culto en los nuevos territorios.
Por otro lado no podemos olvidar, y como bien nos señala J.L. Rodríguez, que 1492 marca el inicio del imperialismo europeo; este es un indicio de que quizás las razones de las diferencias entre la conquista de la España católica y las colonizaciones protestantes, deben ser rastreadas, por medio de un análisis histórico serio y que no se reduzca a la mera réplica de imagenes caricaturezcas, en las características de la sociedad española y en su contexto económico.15 Así, “[a] diferencia de otras naciones europeas donde el periodo de acumulación del metal sólo fue una temporada que permitió el desarrollo posterior del capitalismo industrial, en España el mercantilismo se arraigó en el centro de su propia economía, impidiendo que ésta siguiera más adelante en su desarrollo.”16
Esto se explica con la temprana expulsión de los componente poblacionales -los judíos en 1492, y de los moriscos en 1502- que habrían podido transformar las abundantes cantidades de metales preciosos en capital productivo, y que en definitiva habría posibilitado desvíos “extra-económicos” tales como la “preocupación para que las conquistas fueran realizadas de acuerdo a los principios del derecho, de la teología y de la filosofía, como también una preocupación para definir cuál era la naturaleza ontológica de los indios.”17
Por su lado, la experiencia histórica de las colonizaciones emprendidas por las naciones protestantes en América, como en Asia y África, dan cuenta de la implacable efectividad de sus realizaciones, donde el proceso de acumulación de la riqueza no se detuvo en discusiones teológicas y filosóficas a fin de legitimar sus actos, por cuanto se consideraban justificados en si mismos en razón del lucro y los beneficios proporcionados. Los indios “fueron simplemente sacrificados a los nuevos dioses: el dinero y los metales preciosos”.18 Por esto, la ausencia de pensamiento protestante en torno al descubrimiento del nuevo continente y sus gentes, no es garantía de que las empresas coloniales de las naciones protestantes fueran más humanas, menos crueles, menos arrogantes o prepotentes. Ya que la experiencia nos dice que en estos aspectos, conquistadores católicos y colonos protestantes, no se diferenciaron.19
Por desgracia la opinión dominante en muchos círculos protestantes, y de la que el evangelicalismo latinoamericano se ha convertido en un principal portavoz, se ha limitado a replicar imágenes más bien propias de una “leyenda negra” sobre la administración indiana de la corona castellana. Según esta línea de pensamiento, las colonias protestantes en América habrían sido fundadas por “home-makers”, algo así como constructores de hogares bien constituidos, o “state builders” colonos con una eminente vocación ciudadana de construcción de entidades políticas formales. Todos ellos europeos muy distintos a los “goldseekers” figura con la que se caricaturiza al conquistador español, según la cual aquellos estaban arrojados con exclusividad a las ansias de satisfacer su sed de oro.20 Pese a su cuestionable asidero histórico la imagen goza de una sorprendente aceptación en nuestros días.
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- RODRÍGUEZ, Jorge Luis. “La Biblia, la Reforma y los Indios.” [En línea] Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana (RIBLA), número 11 http://www.claiweb.org/ribla/ribla11/la biblia la reforma.htm [Consulta: 19 Agosto 2012] .
- RODRÍGUEZ LEÓN, Mario A. Introducción En: SANTIAGO-OTERO, H., GARCÍA Y GARCÍA, A. (eds.) “Sínodo de San Juan de Puerto Rico de 1645”. Madrid – Salamanca, Centro de Estudios Históricos del CSIC – Instituto de Historia de la Teología Española de la UPS, 1986. p. XII. (Colección Tierra Nueva e Cielo Nuevo).
- RODRÍGUEZ LEÓN, Mario A. Ibid.
- TÁNACS, Erika. “El Concilio de Trento y las Iglesias de la América Española: La problemática de su falta de representación.” Fronteras de la historia. 7: 121, 2002.
- BERMÚDEZ, Agustín. “El Imaginario jurídico de América en el siglo XVI europeo.” En: ALEMANY BAY, C., ARACIL VARÓN, B. (eds.) “América en el imaginario europeo. Estudios sobre la idea de América a lo largo de cinco siglos.” Alicante, Publicaciones Universidad, 2009, p. 41.
- Doctrina jurídica desarrollada en las nacientes universidades de la Baja Edad Media, sobre la base del Derecho Romano Justinianeo, el Derecho Canónico Pontificio, y el Derecho Feudal de variante lombarda. Constituye un proyecto jurídico que busca respaldar la unificación europea bajo el Sacro Imperio, y la Iglesia Católica Romana luego de la reforma papalista de Gregorio VII. Se trata de uno de los elementos formativos de la Tradición Jurídica Occidental.
- HANKE, Lewis. “El significado teológico del descubrimiento de América.” Cuadernos Hispanoamericanos. 298: 1, 1975.
- HANKE, Lewis. Op. cit., p. 5.
- PROSPERI, Adriano. “América y Apocalipsis”. Teología y Vida. XLIV: 196, 2003.
- PROSPERI, Adriano. Ibid.
- “El descubrimiento de América en la última hora del mundo: la hermenéutica franciscana.” [En línea] Nuevo Mundo, Mundos Nuevos, Debates. http://nuevomundo.revues.org/63661 [Consulta: 19 Agosto 2012].
- “El descubrimiento de América en la última...” Ibid.
- Ibid.
- WILLIAMS, George H. citado en HANKE, Lewis. Loc. cit.
- RODRÍGUEZ, Jorge Luis. “La Biblia, la Reforma y los Indios.” Op. cit.
- Op. cit.
- Op. cit.
- MIRES, Fernando. “En Nombre de la Cruz, discusiones teológicas y políticas frente al holocausto de los indios.” San José, DEI, 1986, p. 20.
- Op. cit.
- Los conceptos expuestos refieren a nociones comunes en la historiografía norteamericana. Han sido recogidos por el historiador POWELL, Philip W. “Árbol de Odio: La Leyenda Negra y sus consecuencias en las relaciones entre Estados Unidos y el Mundo Hispánico”. Madrid, Ediciones José Porrúa Turanzas S.A., 1972.