Pablo Morales Arias
Desde siempre los teólogos se han reído de los predicadores, de las reliquias, de las devociones populares, de la apologética elemental. Como los escépticos dogmáticos, se quedaron a medio camino: les falta reírse de sí mismos. Dudan de todo menos de sí mismos. Y si alguna vez se interrogan a fondo sobre sus mismas ideas, más de uno comienza a vacilar en la fe. Les ocurre lo mismo que a San Pedro cuando caminaba sobre las aguas del lago y de repente se preguntó: ¿Como es posible que un cuerpo cuya densidad específica.....?; en ese momento empezó a hundirse. - José María Cabodevilla.
La división social del trabajo no afecta solamente a las empresas e industrias, las ciencias y la fabrica del pensamiento también se ve afectada por este mal -necesario- de la sociedad capitalista. Se diversifican las carreras, surgen especialidades dentro de ciertas carreras, se promocionan a diario cursos específicos sobre alguna temática interdisciplinaria que -en teoría al menos- buscan tender puentes entre las diferentes ramas del pensamiento.
Las ciencias físicas -popularmente conocidas como las ciencias duras- buscan entender el mundo físico que nos rodea e incluso nuestro propio cuerpo. Su fundamento les da cierto prestigio que las ciencias sociales no pueden exigir: la experimentación y su hermana la comprobación.
Las ciencias sociales -las ciencias blandas- apenas pueden elaborar teorías sobre teorías acerca de cómo, posiblemente, funciona la sociedad, el mundo -cultural- de las personas o la mente de aquellos individuos que conforman esas sociedades. Desde el momento en que nos planteamos el problema de la libertad del hombre con seriedad, las ciencias sociales se ven imposibilitadas de pretender la precisión de las ciencias duras.
Quizás aquí también debamos incluir a las ciencias del lenguaje pues, aunque es posible definir con una rigurosidad casi matemática la exactitud, o el grado de coherencia lógica de los enunciados o aún un cierto saber arqueológico de los conceptos, no podemos aseverar que tal o cual pensamiento, en realidad se halla en coherencia con una la realidad específica. Como expondrían los positivistas lógicos, se puede constatar que “el perro es grande” es un enunciado que se verifica en la realidad, pero “Napoléon perdió la batalla de Waterloo” no es un enunciado que pueda ser verificado fácilmente, a no ser por un rodeo por la historia. Aún así, quedan las dudas como la que planteaba Levi-Strauss: la revolución francesa nunca existió pues se trata en realidad de una determinada interpretación. Qué decir de lo sacro. “Dios es omnipotente”. Cómo entendemos este enunciado, cómo ratificamos su veracidad.
Los atributos divinos, el plan de salvación, etc. Todo ello halla cabida solamente en sí mismo, en la lógica su propio “universo simbólico”. Lejos de aquellas pautas, dichas premisas parecen carecer de sentido. No es posible comprender el tema de la salvación si antes no damos por su puesto el pecado y este no tiene sentido sin antes presuponer el de unas ciertas reglas elementales de carácter superior al hombre.
Al decir de Wittgenstein, la teología sólo es válida dentro de su propio juego de lenguaje. La comprensión teológica establece ciertos presupuestos para su discurso. Así como lo ciencia tiene los propios. La teología no pretende encontrar la lógica de causa y efecto cómo sí lo hace la ciencia. El pensamiento teológico busca descubrirnos el sentido último de las cosas. Es decir, no le interesa -o no debería interesarle- descubrir el paulatino proceso de evolución de las especies tanto como la razón última de este proceso.
El ser humano no sólo desea saber el por qué -es decir la causa- de los hechos sino que además busca darles una sentido -es decir una finalidad-. El hombre necesita saber que hay un para qué en este universo y se aferra a la posibilidad de plantearlo si no logra descubrirlo.
La religión desde siempre ha anhelado dar significado a la plétora de eventos que el hombre enfrenta. Sin embargo, antaño, la religión y la ciencia se hallaban íntimamente vinculadas. Así, Mircea Eliade evidencia cómo la religión buscaba dar sentido y orden al caos informe que se hallaba más allá de la aldea. Cualquier avance geográfico que hace la aldea en cualquier dirección se vuelve un esfuerzo religioso-científico por dar orden -mito de la creación- y dar sentido a los nuevos espacios conquistados por el hombre. Por medio de los diversos mitos creacionales, el hombre busca que aquel nuevo espacio por él conquistado participe del momento de la creación. Recordemos que antes del impacto de la fe judeo-cristiana la linealidad y la unidireccionalidad del tiempo es inexistente.
Durante el medioevo la religión se estanca. El gran avance logrado por la victoria del cristianismo hace que el hombre religioso se estanque en su quehacer reflexivo. Parecería que el universo ha sido completamente explicado y que ya nada necesita de explicación fuera de los parámetros del horizonte de sentido bíblico. Pero las cruzadas, el surgimiento de las primeras ciudades, los nuevos descubrimientos geográficos y científicos -el telescopio- empiezan a suponer nuevos cuestionamientos que antes el hombre no se había hecho. La religión cristiana, cómoda como se hallaba en ese momento, no pretende dar respuesta a las preguntas que van surgiendo. Galileo, en cierto modo libre de la égida papal gracias al financiamiento de Cosimo de Médici es capaz de plantearse el por qué sin necesidad de discurrir mayormente sobre el tema del sentido de sus descubrimientos.
La batalla posterior termina por divorciar a las dos. Los descubrimientos de la ciencia, la abundancia de porqués resueltos por esta hacen ver cada vez más como inferior a la religión.
Con todo, cabe preguntarse si el hombre ha dejado de cuestionarse por el sentido de lo que le rodea. Lo cierto es que dicha angustia se mantiene en el hombre. Si el marxismo como pseudo-religión intentó en su momento dar un sentido último de todas las cosas: el comunismo, cómo podemos dudar de la necesidad del hombre por seguir buscando el sentido de todo lo que le rodea.
Los sentidos últimos, eso es la materia prima de los teólogos. El problema se da cuando la teología, en lugar de dar significado -o más aún descubrir un significado- último de las cosas en base a los elementos que le proporcionan la realidad y la ciencia, se vuelve perennizadora de viejos sentidos que encajaban con determinadas lecturas de la realidad ya inservibles en lo posterior. Así por ejemplo, cuando la disputa se da por intentar revalorizar el sentido último de un mundo estático en el cual los hombres surgen ex-nihilo en medio de un contexto en el cual el mundo es un continuo devenir y la evolución se presenta como la mejor respuesta posible a la realidad biológica de nuestro mundo.
El teólogo no debe pretender la perennización de los sentido últimos del pasado. Debe descubrir aquello que los hizo adecuados para su contexto y descubrir en ellos la semilla del sentido y de la esperanza que puede arrastrar hasta nuestros días y hacerla brotar en nuestra realidad presente.
Desde siempre los teólogos se han reído de los predicadores, de las reliquias, de las devociones populares, de la apologética elemental. Como los escépticos dogmáticos, se quedaron a medio camino: les falta reírse de sí mismos. Dudan de todo menos de sí mismos. Y si alguna vez se interrogan a fondo sobre sus mismas ideas, más de uno comienza a vacilar en la fe. Les ocurre lo mismo que a San Pedro cuando caminaba sobre las aguas del lago y de repente se preguntó: ¿Como es posible que un cuerpo cuya densidad específica.....?; en ese momento empezó a hundirse. - José María Cabodevilla.
La división social del trabajo no afecta solamente a las empresas e industrias, las ciencias y la fabrica del pensamiento también se ve afectada por este mal -necesario- de la sociedad capitalista. Se diversifican las carreras, surgen especialidades dentro de ciertas carreras, se promocionan a diario cursos específicos sobre alguna temática interdisciplinaria que -en teoría al menos- buscan tender puentes entre las diferentes ramas del pensamiento.
Las ciencias físicas -popularmente conocidas como las ciencias duras- buscan entender el mundo físico que nos rodea e incluso nuestro propio cuerpo. Su fundamento les da cierto prestigio que las ciencias sociales no pueden exigir: la experimentación y su hermana la comprobación.
Las ciencias sociales -las ciencias blandas- apenas pueden elaborar teorías sobre teorías acerca de cómo, posiblemente, funciona la sociedad, el mundo -cultural- de las personas o la mente de aquellos individuos que conforman esas sociedades. Desde el momento en que nos planteamos el problema de la libertad del hombre con seriedad, las ciencias sociales se ven imposibilitadas de pretender la precisión de las ciencias duras.
Quizás aquí también debamos incluir a las ciencias del lenguaje pues, aunque es posible definir con una rigurosidad casi matemática la exactitud, o el grado de coherencia lógica de los enunciados o aún un cierto saber arqueológico de los conceptos, no podemos aseverar que tal o cual pensamiento, en realidad se halla en coherencia con una la realidad específica. Como expondrían los positivistas lógicos, se puede constatar que “el perro es grande” es un enunciado que se verifica en la realidad, pero “Napoléon perdió la batalla de Waterloo” no es un enunciado que pueda ser verificado fácilmente, a no ser por un rodeo por la historia. Aún así, quedan las dudas como la que planteaba Levi-Strauss: la revolución francesa nunca existió pues se trata en realidad de una determinada interpretación. Qué decir de lo sacro. “Dios es omnipotente”. Cómo entendemos este enunciado, cómo ratificamos su veracidad.
Los atributos divinos, el plan de salvación, etc. Todo ello halla cabida solamente en sí mismo, en la lógica su propio “universo simbólico”. Lejos de aquellas pautas, dichas premisas parecen carecer de sentido. No es posible comprender el tema de la salvación si antes no damos por su puesto el pecado y este no tiene sentido sin antes presuponer el de unas ciertas reglas elementales de carácter superior al hombre.
Al decir de Wittgenstein, la teología sólo es válida dentro de su propio juego de lenguaje. La comprensión teológica establece ciertos presupuestos para su discurso. Así como lo ciencia tiene los propios. La teología no pretende encontrar la lógica de causa y efecto cómo sí lo hace la ciencia. El pensamiento teológico busca descubrirnos el sentido último de las cosas. Es decir, no le interesa -o no debería interesarle- descubrir el paulatino proceso de evolución de las especies tanto como la razón última de este proceso.
El ser humano no sólo desea saber el por qué -es decir la causa- de los hechos sino que además busca darles una sentido -es decir una finalidad-. El hombre necesita saber que hay un para qué en este universo y se aferra a la posibilidad de plantearlo si no logra descubrirlo.
La religión desde siempre ha anhelado dar significado a la plétora de eventos que el hombre enfrenta. Sin embargo, antaño, la religión y la ciencia se hallaban íntimamente vinculadas. Así, Mircea Eliade evidencia cómo la religión buscaba dar sentido y orden al caos informe que se hallaba más allá de la aldea. Cualquier avance geográfico que hace la aldea en cualquier dirección se vuelve un esfuerzo religioso-científico por dar orden -mito de la creación- y dar sentido a los nuevos espacios conquistados por el hombre. Por medio de los diversos mitos creacionales, el hombre busca que aquel nuevo espacio por él conquistado participe del momento de la creación. Recordemos que antes del impacto de la fe judeo-cristiana la linealidad y la unidireccionalidad del tiempo es inexistente.
Durante el medioevo la religión se estanca. El gran avance logrado por la victoria del cristianismo hace que el hombre religioso se estanque en su quehacer reflexivo. Parecería que el universo ha sido completamente explicado y que ya nada necesita de explicación fuera de los parámetros del horizonte de sentido bíblico. Pero las cruzadas, el surgimiento de las primeras ciudades, los nuevos descubrimientos geográficos y científicos -el telescopio- empiezan a suponer nuevos cuestionamientos que antes el hombre no se había hecho. La religión cristiana, cómoda como se hallaba en ese momento, no pretende dar respuesta a las preguntas que van surgiendo. Galileo, en cierto modo libre de la égida papal gracias al financiamiento de Cosimo de Médici es capaz de plantearse el por qué sin necesidad de discurrir mayormente sobre el tema del sentido de sus descubrimientos.
La batalla posterior termina por divorciar a las dos. Los descubrimientos de la ciencia, la abundancia de porqués resueltos por esta hacen ver cada vez más como inferior a la religión.
Con todo, cabe preguntarse si el hombre ha dejado de cuestionarse por el sentido de lo que le rodea. Lo cierto es que dicha angustia se mantiene en el hombre. Si el marxismo como pseudo-religión intentó en su momento dar un sentido último de todas las cosas: el comunismo, cómo podemos dudar de la necesidad del hombre por seguir buscando el sentido de todo lo que le rodea.
Los sentidos últimos, eso es la materia prima de los teólogos. El problema se da cuando la teología, en lugar de dar significado -o más aún descubrir un significado- último de las cosas en base a los elementos que le proporcionan la realidad y la ciencia, se vuelve perennizadora de viejos sentidos que encajaban con determinadas lecturas de la realidad ya inservibles en lo posterior. Así por ejemplo, cuando la disputa se da por intentar revalorizar el sentido último de un mundo estático en el cual los hombres surgen ex-nihilo en medio de un contexto en el cual el mundo es un continuo devenir y la evolución se presenta como la mejor respuesta posible a la realidad biológica de nuestro mundo.
El teólogo no debe pretender la perennización de los sentido últimos del pasado. Debe descubrir aquello que los hizo adecuados para su contexto y descubrir en ellos la semilla del sentido y de la esperanza que puede arrastrar hasta nuestros días y hacerla brotar en nuestra realidad presente.