viernes, marzo 29, 2013

La Semana Santa y el centro de la fe cristiana

Pablo Morales Arias

El evangelio de Dios se refiere a su Hijo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos. Romanos 1:3-4

Para Martín Lutero, padre de la reforma, no había tema más importante que el de la justificación entendida como la absolución de la culpa del pecador ante Dios por medio de un movimiento legal que nos traslada de la condición de injustos a la de justos. De hecho, en su comentario de la carta a los Romanos, dice que por “'justicia' de Dios debe entenderse, no aquella por virtud de la cual Él es justo sino la justicia por la cual nosotros somos hechos justos” (Lutero, 1998: 43).

El individuo se enfrenta a la necesidad de aceptar el ardid jurídico que lo coloca “como si fuera justo” ante Dios. El sistema de derecho parece sutilmente burlado por medio de este proceso que deja al hombre impune ante Dios y a Jesucristo como el centro de la condenación divina contra el pecado. De hecho, el modelo ya estaba preparado desde Anselmo de Canterbury quien define la necesidad del Dios-hombre para nuestra salvación en términos de satisfacción del castigo imputado al hombre que ha ofendido el honor del Dios eterno.

Previo a esta interpretación medieval de la salvación tenemos la concepción de la iglesia primitiva que entiende el sentido de la salvación en un sentido íntimamente vinculado a la naturaleza del Dios-hombre. Para los padres de la iglesia no se trata de un problema jurídico simplemente sino de un problema ontológico. El ser humano se encuentra en condición de pecado en la totalidad de su ser y para poder ser redimido, toda su naturaleza humana debe ser asumida por la divinidad. Es por esto que Jesucristo debe ser un ser humano en cuerpo y alma pero también debe ser divino en su cuerpo y en su alma. Lo que no es asumido por la divinidad, dirá Gregorio Nacianceno, no es redimido.

El tema de la salvación se encuentra en el centro de todas las discusiones trinitarias y aquellas referentes a la divinidad de Cristo ¿Cómo podemos entender la salvación que nos ha dado Dios por medio de Jesucristo?

En el pensamiento de Pablo también se encuentra latente el tema de la salvación vinculado a todo el sistema doctrinal que desarrolla. Sin embargo hay otro tema que también es casi omnipresente en su reflexión: la resurrección. Para el apóstol la obra redentora de Cristo es sólo posible en la medida en que es posible su resurrección. Así pues, “si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: aún estáis en vuestros pecados... Si solamente para esta vida esperamos en Cristo, somos los más dignos de lástima de todos los hombres” (1 Corintios 15:17,19).

En el caso de la introducción a la epístola a los Romanos (1:3-4), el mismo apóstol añade un antiguo credo de la iglesia que enfatiza la resurrección como tema medular de la fe apostólica. No lo modifica ni lo recorta pues está convencido de su veracidad. (Muy similar es el caso de 1 Corintios).

Dividido en dos partes, el credo en mención alude a dos aspectos de la obra de Jesucristo, la primera anterior a la resurrección y la segunda posterior a la misma. El punto de quiebre es precisamente la resurrección. Si antes de la resurrección es constituido en Mesías en cumplimiento de las Escrituras al “haber sido hecho” (γενομένου) de la cimiente de David, luego de la resurrección es “determinado” (ὁρισθέντος) hijo de Dios con poder. La diferencia entre el ser hecho y el ser determinado o constituido es radical. En el primer caso tenemos un principio de la existencia en el nacimiento (de allí que la Dios Habla Hoy y la Biblia del Peregrino traduzcan directamente: “nacido”) mientras que en el segundo, el que se refiere a la constitución como Hijo de Dios, tenemos la manifestación a los hombres de lo que Jesucristo ha sido desde antes del nacimiento. Pablo se cuida de la ambigüedad que pueda generar que la resurrección signifique, como en el caso de los emperadores, su constitución como hijo de dios en el momento de la coronación en los términos paganos. Pablo coloca antes de la alusión a este credo las palabras [Evengelio de Dios] “concerniente a su Hijo” (περὶ τοῦ υἱοῦ αὐτοῦ). Con esta advertencia señala la preexistencia de lo divino de Jesucristo. El era Hijo de Dios antes de su nacimiento pero ha sido manifestado como tal a los hombres al haber resucitado de entre los muertos.

En la misma línea interpreta Lucas esta sección del credo primitivo cuando lo pone en boca de Pablo en Hechos 17:31 donde dice: “por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, acreditándolo (ὥρισεν) ante todos al haberlo levantado de los muertos”.

La resurrección de entre los muertos de Jesucristo no sólo es un hecho secundario o accesorio de la fe apostólica sino que es su centro. La resurrección, para la iglesia primitiva, marca un corte insoslayable en la historia de los hombres. Es aquella resurrección la que legitima la obra de Cristo antes de la cruz y en la cruz.

La salvación puede ser predicada sólo porque ahora se ha hecho manifiesto el poder de Dios en Jesucristo por medio de su resurrección. El apóstol anhela que ese poder de la resurrección se haga manifiesto en su vida con el fin de que él mismo pueda alcanzar la resurrección de los muertos (Fil 3:10-11). La resurrección marca la frontera entre Jesucristo como Hijo de Dios y las demás religiones (incluso el judaísmo) como esfuerzos humanos por alcanzar a Dios. “Todas las divinidades que permanecen a este lado de la línea trazada por la resurrección, que habitan en templos hechos por manos de hombres y son servidas por manos de hombres, todas las divinidades que 'necesitan de alguien', es decir, del hombre, no son Dios” (Karl Barth).

Pablo declara en el verso 16 que no se avergüenza del Evangelio porque es poder de Dios [hecho visible en la resurrección] para salvación. La salvación no implica, pues, un mero aspecto intrahistórico sino la superación de la historia entendida como sujeción del hombre a lo meramente dado.

La resurrección plantea que la salvación no consiste en un mero ardid jurídico sino en una verdadera transformación de la persona por medio del Espíritu de Santificación (cf. 2 Cor 3:17-18). La resurrección plantea, además, que la salvación no consiste en una utopía intrahistórica a ser canalizada por medio de la obediencia de los creyentes a las normas éticas del cristianismo. La resurrección plantea el poder que violenta al mundo en su injusticia por medio del testimonio de los creyentes pero, sobre todo, que lo supera proponiendo al Reino de Dios como esos cielos nuevos y tierra nueva de los cuales la resurrección es sólo una lente por la cual mirar.

La Semana Santa culmina con el domingo de resurrección y este hecho histórico proclamado a viva voz por la iglesia primitiva es el que trastorna el curso de la historia y empuja a cada creyente hacia más allá de la historia, no por medio de un quietismo conformista sino por medio de la acción inconforme del que espera activamente la venida del Reino de Dios y su justicia.