lunes, diciembre 27, 2010

Cacao y esclavitud: Una lamentable realidad

Jonathan Morales

Hace unos meses, tuve la oportunidad de conocer la labor de STOP THE TRAFFIK, una coalición internacional con más de 1.000 organizaciones asociadas (como Amnistía Internacional, Ejército de Salvación, Care y Justice for Children) en 50 países (también incluye comunidades e individuos) que se dedica a informar, sensibilizar y emprender acciones para combatir un problema de alcance mundial como lo es el tráfico de personas. Fue así que me enteré de un estudio del año 2002, realizado por el Programa de Cultivos Arbóreos Sostenibles del Instituto de Agricultura Tropical de Camerún, que sobre datos obtenidos en Costa de Marfil, Ghana, Guinea y Nigeria, afirmó que más de 284.000 niños trabajaban en la industria de cacao de África occidental. La mayoría (200.000) en Costa de Marfil. Se ha comprobado que una importante minoría de esos trabajadores infantiles han sido traficados desde Mali, Burkina Faso y Togo. Aunque la Organización Internacional del Trabajo (OIT) está encargando nuevos estudios para verificar estos hechos, no los desestima considerándolos parte de la evidencia de la existencia de un tráfico de menores generalizado en la industria del cacao. Se ha constatado que 153.000 niños son obligados a aplicar pesticidas sin llevar prendas protectoras y que el 64% de los menores que trabajan en granjas de cacao son menores de 16 años. El 40% de los trabajadores infantiles son niñas. Si bien el trabajo infantil en las granjas familiares de África occidental, y la migración en búsqueda de trabajo pueden entenderse como expresiones de la cultura local, hay poderosos argumentos a favor de la existencia de un verdadero tráfico de seres humanos, derivado del abuso de la tradición cultural.

La dignidad humana como ineludible consecuencia de nuestra condición de seres creados, a imagen y semejanza de Dios, nos ofrece un criterio objetivo, inmutable, y de general aplicación a todas las realidades culturales, desmintiendo la tesis modernista de la relatividad moral, y la imposibilidad de establecer normas para la conducta que trasciendan las barreras de las identidades culturales. La esclavitud es un proceso de desensibilización progresiva de la mente, el cuerpo y el espíritu. Cuan lejos se encuentra de las categóricas palabras de Jesús de Nazareth, que el evangelista registra en Juan 10, 10: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia." Muy desgraciadamente, la iglesia no siempre ha sido valiente en la firme denuncia de esta cruel realidad. No en vano advierte Francis Schaeffer, que para el tiempo del tráfico de negros -comercio legitimado a partir de una noción deformada de la raza humana- los cristianos gozaban de una influencia sobre el consenso social, mucho mayor a la que detentan hoy en día. Como un dictado de nuestros tiempos, es una apremiante responsabilidad del cristianismo la denuncia de toda forma de opresión, con lo sutíl o escandalosamente visible que sea. Más vale la vida humana, que nuestro placer con costosos chocolates.

"(...)Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros" -- Isaías 61:1

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